Los miserables

“No hay malas hierbas, ni malos hombres. No hay más que malos cultivadores”. Es la frase de Victor Hugo con la que el director Ladj Ly cierra su película Los miserables. Coge prestado el título de la gran obra del escritor francés porque su historia también tiene como escenario el barrio de Montfermeil, donde Ly creció y donde vivían los Thenardier, y porque, casi 150 años después, las condiciones de miseria siguen haciendo de esta banlieue de París un polvorín constante que solo se salvaría con un mayor compromiso

político y social por una inversión educacional real, con mejores cultivadores.

Un polvorín en el que Ly no solo ha crecido (y aún vive) sino que ha ido grabando con sus cámaras desde que era adolescente, y ha enseñado a otros a grabarlo, como un intento de salir del círculo vicioso y violento que ahora cuenta en su primera película de ficción no-ficción, porque todo lo que cuenta, asegura, es muy real. Ly está dentro de la película, incluso, interpretado por su propio hijo Al-Hassan Ly, el que graba el ataque policial con su dron y dispara el enfado y la rabia.

Esa rabia con la que el director filma su ópera prima. Una rabia a la que no ve final, como deja claro, precisamente, en ese quizá controvertido final. Porque ni esa unión ficticia, momentánea, que inspira el fútbol tras la victoria del Mundial, hondeando banderas francesas, es creíble. Ly rueda con la tensión de quien está muy dentro (como un primer Spike Lee haciendo lo que debe) y así cubre los resquicios de un primer filme, como los estereotipos de los personajes policiales: el bueno, el malo y el nuevo (un poco los ojos del espectador intentando entender ese caldo en ebullición, en un Training Day más social), que también salva con los personajes que, claramente, conoce bien, los dueños de ese barrio y los chavales que sobreviven en él. Sin esperanza.