"Clavó sus uñas en mi culo y descendió con la boca abierta arriba, abajo, arriba, abajo"

Mi historia es de verano, pero nada que ver con playa o montaña. Purito asfalto, 3 de agosto, Bravo Murillo, Madrid. Acabo de dejar a mis padres en casa tras una revisión vespertina del médico. Antes de enfilar hacia casa, no muy lejos de la de mis padres, decido darme un homenaje en forma de cervezota en un bar de Estrecho. Bebo y saco mi libro, ese que no ha leído ni Cristo, de un tal Larsson. “¿Te está gustando, sabes que el asesino es…?”. Me quedo a cuadros . “Joder tía, ¿cómo puedes ser tan z…?”. Pude ver a mi vecina (de barrio, no de bloque) antes de acabar el insulto y logré contenerme.

“Lo siento. Después de esta cabronada tendrás que compensarme, ¿no?”, bromeé. “Me llamo Marta, ¿dónde quieres que te compense?”. ‘Uf, Juan, dónde te estás metiendo’. “Eh, bueno, mira, da igual…”. Marta se acercó a mi oído y posó su mano sobre mi pecho: “Insisto, vecino, dónde quieres que te compense”.

(Abro paréntesis para decir que Marta ni es guapa ni tiene medidas perfectas, por si me está leyendo, que creo que sí. Es más bien culona, con dos tetas bien puestas, eso sí, y el pelo muy negro. Pensé que se daba un aire a la actriz que interpreta a Lisbeth Salander en Los hombres que no amaban a las mujeres).

Me cogió de la mano y me llevó hasta su portal, no muy lejos de allí. Con la misma energía con la que me arrastró a su casa –“tú, vecino, no te preocupes por nada”- puso la mano en mi paquete. Abrió la puerta sin para ello apartar su mano de mi polla y me lanzó hacia la cama. Clavó sus uñas, negras y largas, en mi culo y descendió con la boca abierta, arriba, abajo, arriba, abajo. Dejó sus bragas y su sujetador color violeta –‘alivio de luto’, pensé riéndome- sobre una silla y con un cierto mimo que me sorprendió. Y luego me folló con todas las de la ley, moviendo las caderas pausadamente, rápido después, de nuevo con calma, otra vez aprisa hacia el vértigo. Gimió calladamente en mi oído. Estuvimos cinco minutos en silencio sepulcral. “Eh…”. Cerró mi boca con su índice y con la otra mano me indicó la salida. “Sé que te llamas Juan, y sé que no te quiero volver a ver. Ah, el que te dije no era ese el asesino, es…”. Desde el otro lado grité: “¿Cómo puedes ser tan zoooooorra?”.

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