La desaparición de Eleanor Rigby

La desaparición de Eleanor Rigby funciona al margen de las restricciones habituales en las historias de amor más formularias porque captura los últimos compases de una relación –de hecho más que de amor habla de dolor y comportamientos alienados a causa de una tragedia– y porque se preocupa más por crear una atmósfera triste que por rompernos el corazón o hacernos llorar.

Si no lo logra del todo es porque, a pesar de que se hilvana a partir del tipo de nociones psicológicas que propician ese tipo de atmósfera, el director Ned Benson no nos proporciona una verdadera comprensión de los dos amantes. Vemos su sufrimiento y sus anhelos, pero no llegamos a saber quiénes son. Al mezclar y comprimir Él y Ella –las dos películas en que se dividía originalmente este montaje comprimido– Benson ha eliminado aquello que les daba su razón de ser: un punto de vista. A menudo resulta difícil identificar la historia de quién se nos cuenta, quién lo hace y con qué motivo. Si en aquellas películas cada personaje se muestra incapaz de entender al otro, en esta película resultante ninguno de los dos es comprensible.

La desaparición de Eleanor Rigby es, por último, altamente elíptica: no vemos el matrimonio ni su disolución, ni la tragedia que la causa. Benson trata esos elementos argumentales como misterios a pesar de que esta película no es un thriller, y así sabotea tanto su propia exploración como la nuestra; y para tapar el vacío abusa de primeros planos meditabundos y de diálogos sobrescritos que comentan el impacto emocional de una escena en lugar de dejarnos sentirlo. Como resultado de todo ello, el valor de esta película –indudable a pesar de todo– estriba menos en méritos propios que en su condición de estandarte de uno de los proyectos cinematográficos más audaces del cine independiente americano reciente.