Un Viaje de Diez Metros

Nadie debería esperar emociones sutiles de un cineasta como Lasse Hallström del mismo modo que nadie espera comerse un chateaubriand en el McDonald’s. Como ya ha demostrado en títulos como La pesca del salmón en Yemen o Chocolat –de la que esta nueva película copia sin reparos–, la especialidad del sueco es el sentimentalismo más tosco. Es por eso que, pese a escenificar algo parecido a un duelo culinario entre un restaurante francés y otro indio y estar trufada de diálogos que repiten una y otra vez la importancia de cocinar usando el corazón, esta película es tan blanda como una galleta ahogada en leche. Además de un socorrido choque entre culturas barnizado de los típicos matices raciales, un personaje frío como el acero que acaba derritiéndose y una perezosa guerra entre negocios rivales, Un viaje de diez metros incluye gastadas metáforas gastronómicas y desarrollos narrativos tan previsibles como mezclar ajo y perejil, todo ello separado por imágenes impecablemente fotografiadas de paisajes rurales y recetas imposibles de recrear.

Hallström no siente la necesidad de dotar de verdadera resonancia nada de cuanto sucede a sus personajes. Todo cuanto le preocupa es lograr que todos ellos acaben el viaje saciados y llenos de lecciones vitales aprendidas, convencidos de vivir en un mundo en el que la xenofobia es fácilmente derrotada con un poco de agua y jabón, y en el que mezclar foie gras y cardamomo nos convierte en mejores seres humanos.