Gonzoo

En los brazos de Morfeo

Miércoles de madrugada. Otra velada más en la que las horas no pasaban en balde pero costaban en sueño. Ni la valeriana había conseguido esa noche cumplir su función. Necesitaba endorfina y -ya que Berta era negada a las drogas e inmune a las hierbas- pensó conseguirla con sus propias manos y nunca mejor dicho.

Más que con sus manos serían los dedos los que se encargarían de que cogiese el sueño para que al día siguiente se levantase con el rubor y cansancio de una chavala de veinte. Apartó sus braguitas hacia un lado. En la oscuridad de su habitación nadie era consciente de sus actos pero le resultaba mucho más excitante hacerlo con su ropa interior a un lado. Comenzó a palpar su clítoris aún seco y decidió meter sus dedos en la boca para lubricarse con su propia saliva. Así era mucho mejor. Suave y con la textura de su vagina más escurridiza que antes, realizaba pequeños círculos alrededor de su botoncito con el índice y el anular mientras que con la otra mano desabrochaba la camisa de franela del pijama a la vez que pellizcaba sutilmente sus pezones rosáceos.

Hace años, antes de que la vida le segara al padre de sus hijos, era su marido quien realizaba la función de desnudarla. Ahora ella pensaba en él más que nunca. Le había quedado esa conexión a pesar de los años luz de distancia que les separaban, de lo terrenal y lo divino, de lo carnal y lo mental. Pensó en él mientras estrujaba sus pechos, y cuando ya estaban lo bastante calientes como para que los pezones se despegasen totalmente de las mamas decidió bajar lentamente por su tórax hasta su monte de Venus para seguir hasta la vagina.

Una vez las manos unidas prosiguió abriendo los labios vaginales para introducir uno, dos y hasta tres los dedos en su interior. Los pies comenzaban a estirarse y uno de los brazos se le estaba quedando dormido por lo que pensó que era más fácil despojarse de las braguitas que mantenían encarcelada la parte inferior de sus extremidades.

Se recordó a ella misma mientras hacía el amor con Ricardo. Nunca antes -y menos aún después de su accidente- nadie le podría tocar de la manera como él lo hacía. Lograba convertirse en una bestia con solo una embestida de su pene o llegar a ser el hombre más cálido del mundo después de recorrer su cuello con pequeños besos de mirlo, como le encantaba recordar a ella. Era un dios. Su dios pagano al que cada noche acudía para que el sueño que le había robado la vida se lo devolviera el sexo.

Siguió frotando su clítoris cada vez más deprisa. Podía notar la humedad en las sábanas y ese olor a masturbación fluyendo por el aire. La baba se le caía y los gemidos, ahogados hacia dentro, chocaban contra las paredes de la estancia causando un eco sordo del que sólo Berta era consciente.

Como si de una aparición se tratase llegó pronto el orgasmo. Su pelvis se estiró hacía arriba y su cuerpo comenzó a dar pequeñas sacudidas que duraron unos treinta segundos. Durante ese periodo de tiempo su dios, Ricardo, volvía a acariciar su corta melena morena y a cubrir su mejilla y cuello con pequeños besos de mirlo. Su esposo reencarnado en divinidad haría con su poder celestial que poco a poco se fuera quedando dormida y así, con las manos aún en su vagina y desnuda de cintura para abajo, Berta descansaba las horas necesarias acurrucada entre los brazos de Morfeo.