Nightcrawler

Lou Bloom recorre las malas calles de Los Ángeles de madrugada, grabando accidentes de tráfico y sangrientos crímenes con detalle, y luego vende la carnaza a los telediarios. Y es muy bueno en lo que hace, gracias tanto a su maníaca dedicación como a dos cualidades que lo emparentan con la progenie scorsesiana: con Travis Bickle conecta por su desconexión de emociones humanas como la empatía o la compasión; con Rupert Pupkin, por su ilusoria imagen de sí mismo y su bizarra ambición empresarial.

A través de Bloom, Nightcrawler lleva a cabo una sátira contra el hambre de morbo y la falta de ética de los media que no es en absoluto novedosa, pero a pesar de ello sí relevante. Desde que Network (1973) nos avisó del camino por el que nuestros instintos más primarios estaban llevando a la televisión, no sólo nos hemos hecho los suecos sino que hemos abrazado el lado oscuro. Cierto, eso sí, que aquí la crítica a ratos se pasa tanto de burda que el director Dan Gilroy parece no tener del todo claro si espera que nos la tomemos en serio.

Pero da igual porque el genio de la película no está en su retrato de una industria corrupta sino en el de un hombre dispuesto a convertirse en el hijo imposible de Gordon Gekko y Norman Bates para nutrirla. Gilroy se mantiene a la distancia justa de él, de modo que nos resulta tan repugnante como fascinante e incluso querible a pesar de que en realidad no es un ser de carne y hueso sino más bien una fantasía de amoralidad. En todo caso, el mérito en ese aspecto debe atribuírsele casi en su totalidad a Gyllenhaal en una interpretación pletórica de ferocidad impasible, posiblemente la mejor que ha ofrecido nunca. Eso sí, convertirlo en un psicópata significa atenuar el impacto satírico de su periplo. Porque por muy aterrador que resulte dar por hecho que todos esos paparazzi y buscadores de carnaza mediática son unos tarados, da mucho más miedo comprender que no lo son.

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