[FICX 2021] 'Rien à foutre': Adèle Exarchopoulos está tan harta de la vida precaria como tú

Es fácil identificarse con el hastío vital de una azafata de aerolínea low cost y humana del capitalismo tardío.
Rien à foutre
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Cinemanía
Rien à foutre

Después de trabajar con el inefable Quentin Dupieux en Mandíbulas (2020), Adèle Exarchopoulos vuelve a la comedia en Rien à foutre, el primer largometraje de Julie Lecoustre y Emmanuel Marre: un retrato lleno de humor negro y muy desesperanzado sobre la precariedad de las condiciones de trabajo y de vida en una era donde priman la temporalidad, el nomadismo y la desconexión con cualquier tipo de vínculo ferreo, ya sea sentimental, laboral o familiar.

Rien à foutre, expresión francesa que significa "Me importa un bledo" o "Me la suda", está protagonizada por una auxiliar de vuelo en una aerolínea de bajo coste (claramente inspirada en Ryanair), aunque podría ser cualquier otra profesión de realidad material altamente precaria pero apariencia exótica y relajada. Como dice en cierto momento la protagonista, al estar viajando constantemente a destinos turísticos como Lanzarote o Miconos, tiene la oportunidad de publicar muy buenas fotos en su perfil de Instagram. 

Igual que la repartidora de publicidad de La línea recta (José María de Orbe, 2006) o la muy lánguida Kristen Stewart en Personal Shopper (Olivier Assayas, 2016), la azafata encarnada por Adèle Exarchopoulos es un cascarón vacío dispuesto a llenarse de disgusto y un hastío vital con el que es fácil identificarse porque es el que nos ha tocado vivir. Jornadas laborales extenuantes, relaciones sexoafectivas fugaces, conversaciones superficiales y desfases fiesteros para liberar ansiedad.

Sin pizca de enjuiciamiento moral, los directores se pegan al cuerpo de Exarchopoulos, a su rostro quebrado en una mueca de desgana perpetua que solo se rompe cuando se droga o tiene que sonreír dentro de su formación como jefa de cabina, y disponen su rutina en escenas cortas, fragmentadas por elipsis contundentes, que se van sucediendo como si fueran los destinos de sus rotaciones continuas, sin apenas descanso ni intención de parar en ningún hogar. 

El personaje tiene un buen motivo para estar en huida continua: la muerte repentina de su madre en un accidente de tráfico. Aunque aportan un balance interesante en contraste con su vida laboral, las escenas en las que la azafata vuelve durante unos días a la casa de su padre y su hermana quizás llevan Rien à foutre por unos derroteros más trillados y menos sugerentes. No obstante, como ocurre con todas las experiencias efímeras de una vida en tránsito perpetuo, el paréntesis familiar acaba y hay que volver a la rueda laboral.

Sin conclusión posible, arco dramático ni evolución en un entorno donde las personas no son nada más que herramientas de venta y las negociaciones profesionales parten de modelos preconfigurados con frases corporativas, la azafata seguirá volando a otros destinos. Quizás tendrá un uniforme mejor y quién sabe si condiciones laborales ligeramente más dignas, pero la vida seguirá siendo un espectáculo tan frágil como un juego de fuentes de agua y luces en Dubái. El plano final de Rien à foutre, grabado ya en época postcovid, no puede ser más demoledor y definitorio de nuestra era.

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