¿Por qué al cine de autor no le gustan las amas de casa?

Repasamos de qué manera la ficción ha retratado a estos personajes a propósito del estreno de ‘Swallow’ en Movistar+
Swallow
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La Aventura
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Hunter (Haley Bennett)  es la esposa ideal. O no. Limpia la casa y cocina platos exquisitos para su marido, le prepara la cama por las noches y espera de punta en blanco a que vuelva del trabajo. En la cena, le dice que se siente muy afortunada pero él no se entera, está ocupado contestando mensajitos en el móvil.

El punto de inflexión para Hunter es el embarazo, lo que revela definitivamente su condición de mujer como recipiente vacío. La mujer contenedor que no es nada por sí misma. Que solo tiene valor como complemento del hombre perfecto, como nuera ideal, como madre del vástago que todos reclaman.

En Swallow, Carlo Mirabella-Davis lleva esa metáfora del vacío interior hasta sus últimas consecuencias. En mayúsculas, en un libro de autoayuda que le presta la suegra, lee que tiene que probar cosas nuevas cada día. Empieza a tragarse objetos. Primero un hielo, luego una canica. Toma una chincheta atascada en la aspiradora y se la traga. Suena la marchosa This Is the Day, de The The, pero enseguida la partitura de Nathan Halpern (que ya nos emocionó con su banda sonora de The Rider) y los zooms ligerísimos pero insistentes nos avisan de que la cosa va a acabar en urgencias y con el marido déspota cantándole a su esposa las cuarenta.

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Con su premisa y sus interpretaciones brillantes –sobre todo de la protagonista, Haley Bennett–, sus planos distantes y ese personaje principal tan bien escrito, sorprende comprobar que el del marido es más bien de brocha gorda. Es el arquetipo de un marido malo, muy malo, como el director subraya exageradamente en esa escena en la que regaña a su mujer por haber planchado mal una corbata de seda.

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Después de la primera visita a urgencias, el guion de Swallow toma un rumbo inesperado que incluye una resolución algo aparatosa y un pasado morboso que lo explica todo y que evita que Mirabella-Davis explore en profundidad el vacío interior que su personaje principal intenta paliar tragándose los objetos más peregrinos.

Sin embargo, el personaje del ama de casa infeliz, insatisfecha, amargada, ha quedado inmortalizado. Y, bien visto, pocos filmes, quizás las comedias familiares, escapan del retrato del ama de casa deprimida e invisible.

Pienso en April Wheeler, el personaje de Kate Winslet en Revolutionary Road, paradigma de la mujer que ha dejado de existir al transformarse en esposa, como Cathy Whitaker (Julianne Moore) en Lejos del cielo o Mrs. Robinson (Anne Bancroft) en El graduado.

Todas ellas son herederas indudables de las amas de casa de Tennessee Williams, mención especial a Maggie (Elizabeth Taylor) en La gata sobre el tejado de zinc. Porque hay algo más duro que que te ignore tu marido y es que te ignore tu marido si es Paul Newman.

En las series, ningún ama de casa ha asimilado tan bien el roll de florero como Betty Draper en Mad Men, incapaz de dejar de ser “la señora de” incluso después de divorciada. La maravillosa Mrs. Maisel entendió rápido que las tareas del hogar y la crianza no iban con ella y se apuntó a ese subgénero de ama de casa que desafía su posición.

La persecución de una carrera laboral resulta, como el affaire extramarital de Francesca Johnson (Meryl Streep) en Los puentes de Madison o Sarah Miles (de nuevo Julianne Moore) en El fin del romance, mucho más socorrida que el acantilado final de Thelma & Louise. 

Es tan deprimente la vida del ama de casa que, en contraste, su liberación suele pasar por un alocado viaje de carretera, como en Alicia ya no vive aquí (Martin Scorsese, 1974) y en la versión española de esta película, ¡Vámonos, Bárbara! (Cecilia Bartolomé, 1978).

Hasta Woody Allen, uno de los cineastas que mejor ha sabido retratar la psique femenina en la gran pantalla, hace un retrato bastante amargo del ama de casa en su psicoanalítica Interiores, cuyo tema de fondo es la insatisfacción que la madre interpretada por Geraldine Page ha inculcado en sus hijas a lo largo de la vida familiar.

Pero es posible ensañarse más con la figura del ama de casa y hay quien lo ha hecho. Por ejemplo, Polanski en La semilla del diablo, donde el castigo para Rosemary no es el aburrimiento sino engendrar al mismo diablo. O Safe, de Todd Haynes, en la que Carol White llena su vacío interior con precauciones cada vez más higiénicas ante el mundo bacteriano y vírico que la rodea. Entonces la consideramos una loca; hoy, sin embargo, es una visionaria.

La epítome de todo esto sería Grey Gardens, el maravilloso documental de los Maysles que puede servir como la advertencia definitiva de los peligros que entraña el hogar para las mujeres que deciden dedicarle sus vidas.

¿Por qué al cine de autor no le gustan las amas de casa? ¿Es porque el cuidado del hogar y la crianza han sido considerados tradicionalmente como un valor conservador y este cine tiene aspiraciones progresistas que pasan por la liberación de la mujer?

Si bien es estupendo que se aliente a la emancipación laboral y económica de la mujer, ¿no resulta un poco dogmático ese maltrato a los personajes que deciden libremente que quieren dedicarse a su familia?

Seguro que hay más pero solo se me ocurre un ejemplo de ama de casa feliz en una película y es, curiosamente, de una mujer. En La felicidad, de Agnès Varda, filme que no gustó especialmente a las feministas de su época. Es de otro título suyo, Una canta, la otra no, aquella frase que decía de sus personajes protagonistas: “Las dos habían luchado mucho para conquistar la felicidad de ser mujer”. Ya fuese fuera o dentro de sus casas.

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