'La princesa Mononoke': el alegato ecologista de Studio Ghibli vuelve a los cines

Hace 25 años, Hayao Miyazaki se convirtió en una estrella internacional gracias a una guerra brutal y épica dentro y fuera de la pantalla.
Imagen de 'La princesa Mononoke'
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Cinemanía
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La historia era casi tan antigua como los cedros japoneses que engalanan la isla de Yakushima, que inspira la trama. Desde finales de los 70, el genio Hayao Miyazaki intentaba escribir sobre a una princesa que habita en un bosque junto a un monstruo. Era una versión ecológica de La bella y la bestia. Había un problema, y no era para nada menor. Para su desgracia (y nuestra fortuna), otro monstruo, llamado Disney, había lanzado el proyecto de su propia adaptación del cuento de Jeanne Marie Leprince de Beaumont

Miyazaki buscó variantes: para diferenciarse de la Casa del Ratón, ya no sería una modesta fábula, sino un relato épico. ¿Quién quiere un ser mitológico cuando puede meter a decenas de ellos? Lobos, jabalíes, ¡los entrañables duendecillos blancos llamados kodamas! Algunos, parte del folclore nipón, otros, inventados. Una lucha sin cuartel entre la naturaleza y lo humano que iba más allá de la ficción. Miyazaki, un niño de la guerra, un ser hipersensible al sufrimiento de la naturaleza, no daba crédito a lo que veía en la pantalla cada vez que encendía la televisión. 

El cruento conflicto en Yugoslavia le recordaba que el ser humano no tenía remisión, que una y otra vez se enfrascaba en autodestruirse. Como contó en el repaso a su filmografía en la revista Empire, su estado de ánimo no era el mejor: “Lo experimenté desde Porco Rosso. Estalló la guerra y comprendí que la humanidad no aprende. Después de algo así, no podía volver atrás y filmar algo como Nicky, la aprendiz de bruja. Sentía que los chicos nacían en el mundo sin esperanza. ¿Cómo podíamos pretender que fueran felices?”.

Imagen de 'La princesa Mononoke'
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¿Hubo, quizás, un momento en el que pudimos cambiar el curso de la historia? Él creía que sí. En el periodo Muromachi, a caballo entre el siglo XIV y el XV. Antes de la revolución burguesa. Antes de los ubicuos samuráis del cine de época japonés que a Miyazaki le producía sarpullidos. El preciso instante en el que se rompe la comunión entre los humanos y el planeta, cuando empiezan a modificar el paisaje japonés para obtener minerales. Fue entonces cuando se acuñó la expresión “mononoke”, el espíritu de las cosas, convertida por Miyazaki en uno de sus personajes más encantadores, la salvaje y humana chica-loba San.

Viajar al pasado, además, le permitía huir de su anterior película Nausicaä del Valle del Viento, ambientada en un futuro postapocalíptico. Ya es 1994. Todo está casi listo, pero la imaginación de Miyazaki precisa de su abono fundamental: la naturaleza. Viaja a la isla de Yakushima. Toma apuntes de su flora y fauna. Regresa con un esbozo. El equipo empezará a trabajar sobre sus ideas, sin un guion definitivo. “Diseñaba sobre la marcha, así que nadie, hasta el último momento, sabía de qué iba la película”. 

Son casi cuatro años de trabajo intenso, la producción más ambiciosa jamás emprendida por el mítico Studio Ghibli. El equipo acaba exhausto. Miyazaki el primero, pues retoca personalmente 80.000 de los 144.000 fotogramas del filme. “Sabía que estaba llevando el equipo al límite, pero sentía que tenía que ser así. Cuando acabé, no tenía muy claro lo que había hecho. Primero pensé que era una película que no debía ser vista por los niños, pero luego pensé que sí que tenían que verla. Porque los adultos no la entendían y los niños, sí”.

Imagen de 'La princesa Mononoke'
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“Así que fueron los niños los que volvieron a salvar mi carrera, a permitirme filmar una nueva película”. Miyazaki tenía sus razones. La princesa Mononoke, con sus jabalíes poseídos, sus samuráis descuartizados, sus lobos hambrientos de venganza, sus espíritus decapitados, era extremadamente violenta. Miyazaki no mentía: en Mononoke no había achuchables totoros, y para dejarlo claro, mostraba las escenas más violentas en el tráiler. Normal, teniendo en cuenta que, si al maestro Akira Kurosawa le obsesionaba William Shakespeare, a Miyazaki lo hacen los westerns de John Ford

De ahí surge el diseño de la Ciudad del Hierro, un espacio fronterizo como los de La diligencia, Pasión de los fuertes o El hombre que mató a Liberty Valance, que se sumaban a los recuerdos de las herrerías y forjas que rodeaban su barrio natal. Un lugar donde resisten unas mujeres de armas tomar (nunca mejor dicho), encabezadas por la temperamental Eboshi, acompañadas de otros descastados sociales, décadas antes de la expansión del empoderamiento y la lucha por los derechos de las minorías. 

Sin duda, entre sus habitantes, llamaban especialmente la atención los leprosos. Según confesó hace pocos años a la cadena All Nippon, los enfermos fueron creados en base a modelos reales. Visitó una leprosería. Habló con los enfermos y con los ya recuperados. Los cubrió de vendas (y de compasión) en el filme. “Pensé que debía dibujar a las personas aquejadas de lo que claramente es una enfermedad incurable, pero que viven lo mejor que pueden”.

Imagen de 'La princesa Mononoke'
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El presupuesto final ascendió a más de 20 millones de dólares, pero en poco más de una semana había doblado la inversión solo en Japón. Acabó llevándose 157 millones y batiendo a E.T., el extraterrestre, como la película más taquillera de la historia nipona. Claro, que buena parte de la campaña estuvo orientada a afirmar que sería la última película de Miyazaki… Quien, poco después, demostraría ser como los Rolling Stones o Bruce Springsteen: un viejo rockero siempre en su penúltima gira. Las razones de su pervivencia fueron bastante más tristes, eso sí. El destinado a ser su heredero en Ghibli, Yoshifumi Kondō, falleció repentinamente víctima de un aneurisma. La empresa a la que había dedicado su vida precisaba de él para sobrevivir.

Tan pingües resultados en Japón despertaron la inquietud de Disney. Las malas lenguas apuntan que en la Casa del Ratón le tenían terror a que su estreno en EE UU eclipsara a Mulan, su particular historia de chica oriental guerrera. Así que, haciendo bueno el dicho “si no puedes con tus enemigos, únete a ellos”, Disney decidió comprar el catálogo de Ghibli. Por supuesto, en el mundo de princesas y príncipes azules no había sitio para tanta hemoglobina. 

Así que Disney decidió encargarle la distribución a los Weinstein, promocionándolo como cine para adultos. Célebre, desgraciadamente, por no tener las manos quietas, Harvey quiso recortar en 30 minutos los 134 de duración, una anormalidad que convierte a Mononoke en una de las películas de animación con más metraje de la historia. Miyazaki, que sabe un rato de la naturaleza humana, le envió al ínclito Harvey un extraño paquete. En su interior albergaba una katana y dos palabras: “Sin cortes”. 

Imagen de 'La princesa Mononoke'
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Era su particular forma de defender su integridad artística: “Muchos profesionales estadounidenses sostienen que su audiencia no soporta las películas largas y que necesitan un interludio musical cada tres minutos. La verdad es que me deja asombrado”, declaró, con un mensaje en el que se leía entre líneas su crítica al estándar Disney. El director se salió con la suya. “Conseguí derrotar a Weisntein”, recordaría años más tarde a The Guardian. Y no solo al tiburón de los estudios, también a la propia Disney.

Por más que se empeñó en estrenarla de tapadillo le dio una distribución internacional que popularizó la entrañable figura canosa de Miyazaki en todo el planeta. Y lo hizo legándonos uno de los más bellos mensajes humanistas mostrados en una gran pantalla. O, por decirlo con sus propias palabras: “Mostramos el odio en esta película, pero solo para enseñar que hay cosas más importantes. Mostramos una maldición, pero solo para enseñar la alegría de vencerla. Lo más importante de todo es que es una película sobre un chico y una chica que llegan a entenderse el uno al otro y cómo la chica abre su corazón al chico. Al final, ella le dice que lo quiere, pero que no puede perdonar a los seres humanos. El chico sonríe y le contesta que está bien, que a partir de ahora vivirán en paz. Es el tipo de escena que ejemplifica la película que quisimos hacer”. Una entente cordiale como la que, desde entonces, tuvieron el modesto Studio Ghibli y la todopoderosa Disney.

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