Cómo los dinosaurios devoraron al Spielberg para toda la familia: de 'Parque Jurásico' a 'El mundo perdido'

La secuela de 'Parque Jurásico' demostró que Spielberg estaba harto del tipo de cine que le convirtió el rey de la taquilla.
El mundo perdido
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El mundo perdido

De primeras, abramos un melón muy importante y que puede granjear grandes enemistades. Parque Jurásico, el blockbuster de 1993 dirigido por Steven Spielberg que significó un antes y un después en materia de efectos visuales y la implantación definitiva del 3D digital en favor de los efectos prácticos no es una de las mejores películas de la filmografía del director. Tampoco es de las peores, sobre todo por su carga icónica y generacional y su componente de fenómeno social en el momento de su estreno.

La década de los 90 fue una época de transición para Steven Spielberg. Si en los años 70 cambió las reglas del cine de gran espectáculo junto a George Lucas y en los 80 no había quién le tosiese, tanto por las cintas firmadas por él, como sobre todo por su factoría Amblin, los años 90 fueron el lugar donde demostraría de manera evidente una crisis de identidad que ya comenzaría a mediados de la década anterior.

Tras batir récords de taquilla con Tiburón, Encuentros en la tercera fase, En busca del arca perdida, E.T. e Indiana Jones y el templo maldito (1941 fue un sonoro pero fugaz batacazo entre sus alienígenas benignos y la primera entrega del Doctor Jones), Spielberg era considerado, tanto para crítica especializada como por la Academia, como un director de cine comercial. Y nada más. Pero él quería ser igualmente respetado como cineasta que como creador de artefactos comerciales sin mácula.

Buscando el prestigio desesperadamente

Su primera intentona sería el drama racial titulado El color púrpura (1985), un trabajo que comercialmente palidecería en comparación con el resto de su obra previa pero que le granjearía 11 nominaciones para la ceremonia de los Oscars de 1986. Para Spielberg la alegría se vería empañada al descubrir que, entre todas esas nominaciones, la de mejor director brillaba por su ausencia. La afrenta sería aún mayor en la entrega de premios, cuando El color púrpura se fue de vacío a casa.

El color púrpura
El color púrpura
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Lo mismo ocurriría con El imperio del sol (1987), su siguiente intento de alejarse del blockbuster veraniego. Seis nominaciones a los Oscar (esta vez no solo Spielberg no estaría nominado, sino tampoco la película) y de nuevo cero galardones. Parecía que el prestigio se le resistía a Spielberg y su carrera se vería abocada a seguir entregando entretenimientos imbatibles en la taquilla para el gran público.

No es de extrañar que se refugiara de nuevo en el personaje que le había ayudado a revitalizar su carrera tras el fiasco de 1941, Indiana Jones. Con su tercera entrega, Spielberg volvería a recuperar el trono de la taquilla, aunque la cinta, Indiana Jones y la última cruzada (1989), aún efectiva y con set pieces memorables, dejaban ya vislumbrar que Spielberg no se enfrentó a ella con el arrojo y el entusiasmo de sus anteriores entregas.

Indiana Jones y la última cruzada
Indiana Jones y la última cruzada
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'Parque Jurásico': un trámite burocrático

Y llegamos a Parque Jurásico (1993) tras el tibio recibimiento de Always (1989) y Hook (1991), su particular reinterpretación de Peter Pan. Spielberg necesitaba de nuevo un taquillazo que le volviera a convertir en un valor seguro para la industria. Sobre todo, porque su intención era llevar a la pantalla grande la adaptación de La lista de Schindler, la novela de Thomas Keneally sobre el Holocausto. 

Spielberg le planteó el proyecto a Universal. La idea: una cinta en blanco y negro, de tres horas de duración. Universal en principio estaba espantada. La solución, que Spielberg dirigiera Parque Jurásico a cambio.

Por primera vez, estaba realizando una película de encargo. Una adaptación del bestseller de Michael Crichton, publicado en 1990 y que partía de una premisa similar a la de su novela Westworld, cambiando androides por dinosaurios en un parque temático. Spielberg se puso manos a la obra con la película, ilusionado sobre todo por los avances en materia de efectos visuales desarrollados por ILM y que permitirían, junto a los animatronics de Stan Winston, crear la ilusión de que los dinosaurios volvieran a poblar la tierra.

Parque Jurásico
Parque Jurásico
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Y vaya si lo hizo. Nadie había visto nada igual en una pantalla cinematográfica. El problema, que esta reinterpretación en clave familiar de Alien no estaba a la altura de los dos trabajos que servían de precedente de lo que sería Parque Jurásico: Tiburón y En busca del arca perdida. 

Cierto es que a partir de la hora de película, Spielberg conseguía concatenar un conjunto de set-pieces de acción absolutamente brillantes en su concepción (en especial la primera aparición del T-Rex o la secuencia de los velociraptor en la cocina del parque) dejando sin aliento a una audiencia que salía extasiada de la sala de cine.

Pero también es verdad que el resto de la película no estaba a la altura, ni de dichas secuencias ni de los momentos más inspirados del mejor Spielberg. Una primera hora donde el escaso desarrollo de personajes de su trío protagonista (Sam Neill, Laura Dern y Jeff Goldblum) les hacía palidecer al lado de los Richard Dreyfuss, Roy Scheider y Robert Shaw de Tiburón o el Harrison Ford y la Karen Allen de En busca del arca perdida.

Sin olvidar que la excesiva obsesión de Spielberg por su recién encontrada paternidad (temática que había agotado en Hook) suavizaba tanto el contenido más cínico y violento del original de Crichton (la representación del personaje de Hammond y su destino en el original) como sobre todo la infantilización del componente científico y el concepto alrededor de la teoría del caos, convertida en mero chiste y apunte a pie de página en manos del personaje de Goldblum.

Eso sí, la película funcionaba asombrosamente bien como atracción de parque temático y como experiencia inmersiva para una audiencia que salió encandilada, convirtiéndola en el mayor éxito de 1993 y, en su momento, la película más taquillera de la historia del cine. 

Para Spielberg fue un gran alivio, porque tras su rodaje, viajó inmediatamente a Polonia a rodar la que sería la película en la que se entregaría en cuerpo y alma: La lista de Schindler. Tanto es así, que la postproducción de Parque Jurásico la dejaría en manos de ILM y de su amigo George Lucas, conectándose una vez por semana para poder ver y supervisar los avances. Implicación, la justa.

Finalmente todo salió a pedir de boca. Además de su atronador éxito en la taquilla, la cinta se llevaría tres Oscar en la gala de 1994 en materia técnica y La lista de Schindler siete, incluidos los de mejor película y mejor dirección. Un cierre perfecto para un Spielberg que había conseguido aunar sus dos facetas (la de director comercial y la de autor respetado) con dos proyectos totalmente antagónicos.

Segundas partes nunca fueron buenas

Spielberg intentaría repetir la misma jugada en 1997 con resultados mucho más irregulares. Tras el éxito de Parque Jurásico, Michael Crichton se vio casi obligado a escribir una secuela de su novela (iban a hacerla con o sin él) que se titularía El mundo perdido, en clara alusión al relato de Arthur Conan Doyle y la película homónima de 1927. 

El mundo perdido
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Spielberg se acabaría apuntando poco después de que Crichton publicara la novela, en 1995, mientras en paralelo preparaba Amistad, su siguiente proyecto de qualité, esperando que la doble jugada consiguiera los mismos resultados que su pareja de filmes anterior.

De nuevo con David Koepp como guionista de la cinta, Spielberg afrontaría la primera secuela de su filmografía (la saga de Indiana Jones no se consideraría porque la idea inicial de Lucas y Spielberg fue rodar una trilogía de películas antológicas al estilo James Bond). Por una parte por los pingües beneficios y en segundo lugar porque, tras el destrozo que fueron las secuelas de Tiburón, debió de pensar que para hacer una exploitation de la cinta original, mejor que lo haga el creador de la misma.

Vista 25 años después, El mundo perdido deja entrever que la obra sirve como canto del cisne del Spielberg juvenil y blockbusteriano, hastiado del sambenito de Rey Midas de la taquilla. Algo que podemos vislumbrar en su primera secuencia, en concreto en el plano final. Bajo las formas estilizadas de una serie B de los 50, el primer plano de una madre gritando como la mejor de las scream queens, enlaza, a corte directo, con un Jeff Goldblum bostezando a la audiencia. Spielberg lo avisa desde el principio: no me estoy tomando en serio mi propia secuela y vosotros tampoco deberíais.

Con un cambio estilístico evidente al incorporar a Janusz Kaminski como director de fotografía tras La lista de Schindler (abandonando a Dean Cundey y transformando el tono a partir de entonces de los proyectos más de género o comerciales del director), a partir de ahí Spielberg y Koepp dejan bastante de lado la novela de Crichton y desarrollan su propio guion.

Demasiadas películas en una

Un guion que demuestra las carencias de la cinta: una reinterpretación de la estructura de la original. Una primera mitad que intenta retrasar la aparición de los dinosaurios y las set-pieces hasta la segunda parte del filme, más la duplicación de la amenaza Rex; de nuevo con tormenta mediante y un clímax en falso protagonizado por velociraptor y salvado in extremis por la protagonista infantil del filme.

Clímax en falso, porque Spielberg se saca de la manga un epílogo salido de entre una serie B de drive-in de los 50 y el Drácula de Stoker, con la llegada del T-Rex a la ciudad de San Diego. Quizá, junto a la secuencia del cristal de la caravana, el único momento en el que vemos al director tomar decisiones de puesta en escena y una voluntad consciente de construir una set-piece antológica.

Algo que se deja entrever levemente también en la secuencia de los velociraptor en la hierba, aunque Spielberg la resuelve de manera precipitada, como si él mismo no confiara en las ideas que van surgiendo de manera improvisada

Y es que a veces, viendo El mundo perdido, se tiene la sensación de que Spielberg no tiene muy claro que quiere hacer con ella. Arranca como una versión crepuscular de la cinta original -potenciado por la sobreexpuesta fotografía de Kaminski- para luego pasar a ser una reinterpretación de su estructura sin la capacidad de crear el sense of wonder asociado a la misma. Inmediatamente después se convierte en una versión contemporánea de Hatari, La reina de África o Mogambo, sobre todo gracias al personaje del cazador interpretado por Pete Postlethwaite.

El problema es que tanto Postlethwaite como Vince Vaughn, Jeff Goldblum y Julianne Moore acaban asfixiados por un reparto coral, cuyos integrantes nunca llegan más allá de su componente arquetípico. Neill, Dern y el propio Goldblum no eran un prodigio de desarrollo de personajes, pero su condición de sosias de Luke, Leia y Han de la Star Wars original y lo correctamente definidos que están sus atributos permitían que brillaran levemente. ¿O es que Spielberg, de manera irregular pero interesante, convierte a los dinosaurios, en concreto a la pareja de T-Rex, en los verdaderos protagonistas y héroes de la función?

El origen del Spielberg misántropo

La razón de todo esto es que posiblemente y hasta el momento de su estreno, El mundo perdido, junto a Indiana Jones y el templo maldito, sea la película de Spielberg más cínica y violenta. Nada de sense of wonder (exceptuando los escasos minutos con los Stegosaurios, remitiendo a la secuencia de los brontosaurios de la original), mucha ausencia de empatía con sus víctimas humanas y, sobre todo, una mirada muy negra sobre la raza humana. Algo que desarrollaría en la que quizá en su mejor etapa -la que va entre Inteligencia Artificial y Munich- y que aquí se deja ver de manera intermitente y harto irregular.

Los seres humanos de El mundo perdido son atacados y vilipendiados atrozmente por los dinosaurios que pueblan la isla Sorna. Y no solo aquellos que representan el mal y la codicia, sino también otros como Eddie Carr, el amigo y compañero de expedición de Ian Malcolm, o los hasta el momento intocables protagonistas infantiles, como la niña del prólogo. Sin olvidar la muerte del mercenario interpretado por Peter Stormare, cuya tortura a mano de los Compsognathus -que cumplen la función del Dilophosaurus de la entrega original- sorprende por su crudeza gráfica.

El mundo perdido
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Posiblemente el motivo sea que la temática central de la paternidad, intrínseca a toda la obra de Spielberg, aquí es trasladada de humanos a criaturas, en esa pareja de T-Rex que removerán cielo y tierra para recuperar a su cría. Un contraste con la figura paterna infantiloide de Ian Malcolm, heredero del Richard Dreyfuss de Encuentros en la tercera fase y precursor del Tom Cruise de La guerra de los mundos.

Pero todas estas buenas intenciones quedan en agua de borrajas, por un Spielberg que entonó este mismo año el mea culpa, reconociendo que: “hacer secuelas te hace bajar la guardia, confiando en que funcionarán igual de bien que el original, mientras que el enfrentarte a un proyecto novedoso, hace que ese miedo ante lo desconocido, te haga sacar lo mejor de ti mismo”.

Más allá de las disculpas o explicaciones de Spielberg, la realidad fue que El mundo perdido sería su canto del cisne como gestor de eventos veraniegos multitaquilleros. La jugada salió relativamente bien dentro de lo que cabe. Recaudaría casi 700 millones de dólares en todo el mundo (unos 400 millones menos que la cinta original) pero quedaría segunda en el año de su estreno, solo superada por Titanic. 

En cambio, su nueva Schindler, Amistad, no solo se estrellaría en la taquilla, sino que sería ninguneada en la temporada de premios y recibiría las que posiblemente hayan sido las peores críticas que ha tenido Spielberg en toda su carrera.

A partir de ahí, Spielberg se liberaría tanto de la necesidad de triunfar en la taquilla como de ser reconocido por sus compañeros de la industria (recibiría un segundo Oscar como director en 1998 por Salvar al soldado Ryan) y enfrentaría el nuevo siglo con una nueva mirada y la frescura que haría que entregara las que quizá sean sus mejores y más arriesgadas obras.

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