[Berlín 2013] Sexo, gordos y gas natural

Joseph Gordon-Levitt divierte con su particular 'Shame', mientras que Gus Van Sant se pone al servicio de los mensajes progres de Matt Damon. Por NANDO SALVÁ (Berlín)
[Berlín 2013] Sexo, gordos y gas natural
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El austriaco Ulrich Seidl ha presentado a concurso Paradise: Hope, tercera entrega de la trilogía que a lo largo del último año –en Cannes presentó el primer episodio, Paradise: Love;en Venecia hizo loo propio con el segundo, Paradise: Faith– lo ha llevado a meditar, si es que así puede llamarse a lo que Seidl hace, sobre el patetismo esencial del ser humano. Hasta ahora, la estrategia era la siguiente: el director buscaba unos blancos fáciles –solteronas que viajan a África en busca de falos negros, una fanática católica casada con un musulmán parapléjico– para mofarse de ellos de forma a menudo grotesca, cruel, aberrante y, sobre todo, muy fácil. La buena noticia es que, pese a tratarse de la historia sobre el amor platónico e imposible entre una rubicunda de trece años y un pederasta, la nueva película no cae en nada de eso. La mala noticia es que, a cambio, es incapaz de proponer absolutamente nada. Uno casi echa de menos las provocaciones burdas –y, a ratos, francamente divertidas– de sus predecesoras.

La primera película como director del actor Joseph Gordon-Levitt, Don Jon’s Addiction, es la historia de un adicto al sexo y al porno y aun así mantiene en todo momento un tono simpático y amable, y eso inevitablemente significa que carece su moral no tiene nada de la ambigüedad de Shame –cuyo protagonista, encarnado por Michael Fassbender, aquejaba un cuadro clínico similar— y sí mucha simplificación: ni por un momento cabe dudar de que, al final, el tal Jon logrará desengancharse de Pornhub.com y Brazzers.com para empezar por fin a ser feliz, y para eso no necesita más que aprender la diferencia entre echar polvos y hacer el amor. Ahora bien, mientras traza un arco dramático tan simple resulta ser una película graciosa de veras. Y, en el papel de choni calientabraguetas, Scarlett Johansson no tiene precio.

En el nombre de…, también a concurso, es la nueva película de la polaca Malgorzata Szumowska, que hace dos años obtuvo cierto éxito internacional gracias a Ellas, y cae en el mismo tipo de reduccionismos y conclusiones morbosas. Si en aquella película investigaba el precio moral y emocional de la prostitución adolescente pero miraba hacia otro lado cuando se trataba de ahondar en las dificultades vitales de una trabajadora del sexo, aquí retrata a un cura gay atormentado por las tentaciones de la carne y por el hecho de que ésta lo obligue a ser trasladado continuamente de congregación en congregación, pero nunca en la Polonia rural se detiene a explorar las inevitables crisis de fe que su situación debería conllevar; y si Ellas llegaba a sugerir que el papel que una mujer desempeña dentro de una familia de clase media se parece bastante a la profesión más antigua del mundo, En el nombre de… poco más o menos viene a decir que la vocación eclesiástica es esencialmente un refugio para homosexuales reprimidos.

Decir que Promised Land es una película sobre la fracturación hidráulica sería como sugerir que su director, Gus Van Sant, y su protagonista y coguionista, Matt Damon, han perdido la cabeza. En realidad, el filme se sirve de ese polémico método de extracción subterránea de gas natural --para unos es una energía barata; para otros una forma de contaminar el agua, envenenar las cosechas y matar el ganado—para plantear cuestiones sobre la avaricia corporativa, el poder de las pequeñas comunidades y el peso de la responsabilidad moral. En otras palabras, no tiene que ver nada con el tipo de cine, a lo largo de la pasada década, convirtió a Van Sant en uno de los grandes autores actuales y mucho con el compromiso social y político propio de la comunidad progre de Hollywood –Clooney, Penn, Sarandon, Robbins–. Eso, en todo caso, no sería algo necesariamente malo de no ser porque, especialmente en su tercer acto, Promised Land se revela como una película obvia, tramposa y de un moralismo lacerante. Como suele decirse, de buenas intenciones está empedrado el infierno.

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