CINEMANÍA nº308

Cruella
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Cinemanía
Cruella

Bajo la piel

1 CRUELLA 3.0. Hemos oído hablar tanto de moralejas, del discurso conservador de trasfondo ultracapitalista, de su imaginería cursi, remilgada y gazmoña, que se nos olvida que varias generaciones aprendimos a reconocer la maldad viendo películas de Walt Disney. Que incluso antes de enfrentarnos a ella, o de siquiera reconocerla (no ya entenderla, que eso a veces se nos escapa hoy) cuando se nos presentó el mal ahí afuera, esas primeras veces tuvieron más que ver con la evocación de la serpiente Kaa de El libro de la selva o el príncipe Juan de Robin Hood, que con la asunción de la realidad. Detrás de una buena aventura hay siempre un buen villano o villana. Cruella De Vil, obra maestra universal del naming, se ganó los galones secuestrando cachorros para hacerse un abrigo con sus pieles en 101 dálmatas. Y tenía canción, una tonada que la señalaba, como al coco, e inspiraba terror aunque ella no cantase. La expresión “arrancar la piel a tiras” se hace corpórea, nos mete el miedo en el cuerpo, y esa imagen se apodera de nuestra mente, como suspense hitchcockiano, antes de que ocurra nada. Mientras el verbo desollar merodea por el imaginario de esta dama de la ficción, sabemos que para crearla se inspiraron en Bette Davis (qué ojos), Rosalind Russell (qué desparpajo) y la no tan conocida hoy, quizá porque dejó pronto el cine para dedicarse a triunfar en el teatro en Broadway, Tallulah Bankhead (qué rebeldía). De esta última actriz es la frase “Mi padre me advirtió sobre los hombres y el alcohol, pero nunca me dijo nada de las mujeres y la cocaína”. Con estos mimbres, una Cruella del siglo XXI (102 dálmatas, de 2000, quedó a las puertas), aunque retro, siempre tendrá muchas cosas nuevas que contarnos.

2 EL SILENCIO DE LOS DÁLMATAS. Pienso en otras pieles de cine cuando oigo a la vieja Cruella. La del alien que va por debajo de la piel de Scarlett Johansson en Under the Skin, la almodovariana epidermis de Elena Anaya en La piel que habito, o los peques y los abusos de La piel dura (en realidad L’argent de poche, el dinero de bolsillo) de Truffaut. Tras el clásico animado y un par de entregas de acción real con Glenn Close, grande de Hollywood que cambió los blazers de Giorgio Armani por el sueño de un abrigo animal, Emma Stone se mete en la piel de Cruella con su cara de no haber roto un plato y su alma de tengo cara de no haber roto un plato pero te vas a enterar. En la línea de los nuevos héroes con fondo de villano porque el mundo les hizo así, o villanos que salvan a los buenos por compromiso consigo mismos, al estilo de Loki, para entendernos, la piel de la nueva Cruella ya no es tan fina. Al conocer su pasado, deja de remitir al despellejo, no vale ya la comparación directa con el Buffalo Bill de El silencio de los corderos, y los niños que fuimos podemos dormir tranquilos.

3 NO VA MÁS. Las Vegas es ese No lugar que el cine ha convertido en mito y nos ha hecho creer que aún existe. En mi caso, mea culpa, ver de pequeño Viva Las Vegas de Elvis en Pista Libre de TVE y saberme de memoria el videoclip de I Still Haven’t Found What I’m Looking For de U2 me hizo empacharme de luminosos y fichas de ruleta. Por eso siempre que parto un limón me entran ganas de gritar que la mejor película sobre Las Vegas es Atlantic City, que nunca estuvo allí. Pero es por Louis Malle, por la limpieza cítrica de Susan Sarandon y por la dignidad decadente de Burt Lancaster: más sabe el héroe por viejo que por héroe. Entonces recuerdo lo bien que se lo pasan Brad Pitt, Clooney y compañía en la trilogía de Ocean, lo mucho que Soderbergh hizo por mantener el encanto de lo que queda del star system, y se me pasa. Mucho tiene que recordar al espíritu del This Town de Sinatra, que sirve para cualquier ciudad canalla, pero sobre todo vale para Las Vegas, para que me lo mejoren Zack Snyder y su Ejército de los muertos. Habrá que ir a verla a un cine, en pantalla grande, donde Las Vegas, que nació del sueño del gangster Bugsy Siegel (qué olvidada está Bugsy, la película de Warren Beatty y Annette Bening, con los que compartí habitación de juventud gracias al póster que me regaló Elena), se hizo mayor. Para que siga siendo la evocación de un cambio de inflexión en nuestras vidas. El intento último de descubrir otro yo mejor, o al menos con más suerte, bajo la piel.

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