Transformers: la Era de la Extinción

Puede sonar un poco extraño hablar de contención al referirse a una película de Michael Bay. Sobre todo tratándose de este aceitoso gazpacho de tuercas, una zarzuela de escombros rebosante de decibelios con media docena larga de clímax de acción encadenados que bien podrían convalidarse por un verano entero de blockbusters. Aun así, es necesario señalar la, sí, contención demostrada por el director en su cuarta aportación a la saga Transformers, esforzándose para que al menos distingamos a los robots en pantalla. Pero es que veníamos de lluvias de píxels a lo Pollock y luchas indistinguibles en las dos entregas anteriores, por lo que un mínimo de claridad expositiva en las escenas de acción ya parece un avance tan grande como las zancadas de Optimus Prime, quizás el héroe más sádico de la historia del cine comercial por cómo disfruta rematando a sus enemigos.

La sensación de empacho de grasas saturadas tras ver esta secuela/reinicio lampedusiano –todo cambia para seguir igual; pero sin Shia LaBeouf, así que cuenta como mejora– es tan familiar como las inagotables peleas milenarias entre autobots, decepticons o cualquier otra chatarra alienígena. Siguen el mismo patrón de siempre: destrozo urbanístico incalculable con protagonistas humanos insignificantes de por medio. No es sólo el esquema básico de la saga, también se repite una set piece tras otra. Durante 165 minutos. El agotamiento queda compensado con cambios afortunados: el humor de mínimo común múltiplo tiene cierto ángulo de autoconsciencia camp refrescante –gracias, Mark Wahlberg–, hay menos pseudoespiritualidad cósmica y más pulp espacial -transformium: el concepto del verano- y Bay pudo hacer la bombástica Dolor y dinero gracias a esta astracanada pirotécnica. Ha cobrado bien el precio.