La sal de la Tierra

“Un fotógrafo es alquien que dibuja con luz, un hombre que escribe y reescribe el mundo con luces y sombras”, dice Wim Wenders en el prólogo de La sal de la Tierra. No es el único momento en el que el director de Cielo sobre Berlín echa mano de su poética habitual, últimamente volcada en contar las vidas reales de otras personas (Pina). Para contar la de Sebastiâo Salgado, el reconocido fotógrafo documental que lleva más de cuatro décadas dibujando en blanco y negro la historia de la Humanidad, Wenders ha contado con la ayuda de su primogénito, Juliano Ribeiro Salgado, el hijo al que el fotoperiodista brasileño llenaba la cabeza de historias a la vuelta de cada viaje lejano.

Con un formato libre y limpio que conmbina la obra de Salgado con su voz dura pero quebrada, La sal de la Tierra traza un inevitable arco vital desde que su protagonista abandona un futuro como economista cuando su mujer Leila (“Sebastiâo Salgado son dos personas”, opina de su madre Juliano Ribeiro Salgado) le regala una Leica. África, Sudamérica, Rusia… contadas desde la destrucción y la miseria son las luces y sombras de un viaje de ida del que el fotógrafo jamás retorna. Juntas, las fotografías, vistas a los ojos del autor, muestran una realidad aún más escalofriante que sueltas: el ser humano –la sal de la tierra– es un animal terrible, feroz, envuelto en una historia de guerras, una historia de locos. Una historia donde la única luz es el flash de la cámara de Salgado.