La danza de la realidad

Con Alejandro Jodorowsky tiene que ir uno muy al loro. Es una fuerza de la naturaleza, un tipo brillante y seductor pero también algo amante de la patraña, de colarnos doblada alguna que otra milonga disfrazada de sublime reflexión sobre el cosmos. Pero celebremos de entrada como se merece el estreno de La danza de la realidad, su retorno al largometraje 14 años después de la inédita El ladrón del arcoiris. Y, ya puestos, congratulémonos al comprobar que se trata de un cuento fantástico hermanado con su mejor cine –El topo– antes que con según qué verborreicos excesos literarios y sanadores de mentes díscolas. De verbo barroco e imagen barroquísima, este relato inyectado de un aura mágica de toques fellinianos –la relación con Amarcord es groseramente evidente– es un viaje de conocimiento por la infancia del artista. El propio Jodorowsky aparece a modo de demiurgo para mover los hilos de la historia que avanza a través de mastodontes bloques narrativos un poco a trompicones pero ataviada de un encanto inexplicable e hipnótico.

Podría haberse ahorrado perfectamente el detalle narcisista de sus apariciones pero se acepta como parte del juego de manos. Hallamos en ella un buen puñado de imágenes subyugantes, la certeza reconfirmada que este tío es un bestia colosal y no pocas evidencias de una falta de presupuesto más que notable. Pero no importa, cuando se halla uno plantado ante una fábula de intenciones filosóficas, telúrica y simbolista, un marciano cruce entre Buñuel y Terry Gilliam que Jodorowsky fecunda con esa fuerza orgánica que habita en todo su cine. Es, en cierto modo y aunque suene cursi, algo parecido a un testamento, a una última voluntad. Aunque a él todavía le quede un buen rato de palique.