La Cueva

Una serie de inquietantes mensajes en el buzón de voz componen la banda sonora in medias res del prólogo paradisiaco de La cueva. La acción retrocede enseguida a una puerta de embarque con destino a Formentera y, entre pullitas y risas, presenta a unos personajes, canis de extrarradio, que aterrizan en la isla de Lucía y el sexo con su paquete de vacaciones de playas, camping y botellón. Un tiempo de relajo que el espectador agradece pues desde la premisa queda claro que ésta no es una película de chavales tostándose al sol y que el desenfado y la algarabía que lucen en sus  fiestas y chapuzones en bolas terminará cuando se adentren inocentemente en la cueva del título.

Una premisa que confirma sus angustiosas expectativas desde el primer segundo que la pandilla pasa en las oleosas galerías de la cueva, y que va creciendo, como ocurría con la claustrofobia del protagonista de Buried, según los personajes se van alejando del hueco por el que entraron. Una asfixiante sensación de realidad –el found footage, el esforzado trabajo de los actores y el máximo aprovechamiento de una localización real– que muta inesperadamente hacia las profundidades del terror y más allá –ojo al giro gore, ¿demasiado festivalero?– desembocando en persecución y reflexión. Saldrás de la cueva cogiendo aire, sí, pero no pensarás que es la espeleología lo que da miedo, sino el ser humano.