Filth

Intolerancia, misantropía, escatología, racismo, sexismo, drogadicción, abusos sexuales y una facilidad irrefrenable para el insulto como engrase verbal. Irvine Welsh suele dotar a los personajes de sus novelas con porcentajes variables de cada una de esas elegantes cualidades antes de enfrentarlos a unas historias llenas de furia y brutalidad. Bruce Robertson, el detective de la policía de Edimburgo protagonista de Escoria aquí encarnado por James McAvoy, las tiene todas a tope. Consciente de ello, el actor aprovecha para ofrecer su interpretación más demencial hasta la fecha, asumiendo el peso y la abrasiva cadencia del relato como su flujo de conciencia personal.

La adaptación de Jon S. Baird del material original es tan ágil y excesiva como cabría esperar, apoyada en una superficie visual dinámica y caricaturesca que acentúa el inclemente humor negro y despiadado de Welsh. Por desgracia, se ve incapaz de levantar sus dos mayores problemas, que son el mismo: la fachada extemporánea y el interior colonizado por el recuerdo de Trainspotting. Como si la película de Danny Boyle fuera la solitaria que drenaba a Robertson en el libro –elemento que Baird reduce a un recurso mucho más convencional–, habita dentro de Filth y sabotea su autonomía. McAvoy está brillante y la crónica de sus barbaridades entra tan fácil como cualquiera de sus tiros nasales, pero la sensación de repetición, ya rentabilizada dos décadas atrás, es difícil de despegar.