OPINIÓN

Petróleo, muerte y destrucción en la carretera

Petróleo, muerte y destrucción en la carretera
Petróleo, muerte y destrucción en la carretera
Petróleo, muerte y destrucción en la carretera

La Segunda Guerra Mundial, seguramente la más dañina, no lo fue sin embargo para el cine francés. En ese brevísimo periodo vieron la luz –y la sombra– algunas de las mejores películas que se hicieron en la Francia de entreguerras. En cierta manera Salvador Dalí había anunciado con su sardónico humor que “Sólo sojuzgado el ser humano consigue dar lo mejor de sí mismo”. No sé si llevaba razón pero los hechos apoyan sin duda esa afirmación. Abel Gance y otros iconoclastas habían abierto la veda. Y Francia –más que Francia, París– explotaba de creatividad y talento. En un periodo récord de 20 años, Francia produjo gran número de sus mejores filmes, la mayoría bajo la ocupación alemana, con dificultades, por supuesto, con trucos y trampas que recuerdan mucho a las vicisitudes del pobre cine español del franquismo. Al tratarse ésta de una guerra euro-mundial hubo traiciones, delaciones y venganzas pero casi siempre menos fraticidas que las guerras civiles tipo la española. Uno de los hombres que destacó enseguida de aquel cine nuevo y liberado que se anunciaba fue Henri-Georges Clouzot, periodista, escritor y enseguida cineasta.

Clouzot fue siempre un disidente. Desde su primer guión adulto (El último de los seis) mostró además su preferencia por la intriga y el misterio y sobre todo el suspense. Esto le llevó a hacer un cine con muchas menos implicaciones políticas que sus coetáneos pero también con una fuerte carga de amargura y una implicación social muy por encima del panfleto político o la lección ya aprendida. El salario del miedo, basada como muchas obras maestras del cine en un relato de misterio, fue una consecuencia de la obra anterior del autor francés, El cuervo, que había tenido mucho éxito entre los cinéfilos de su tiempo igual que El último de los seis, dirigida ésta por un extraño y apreciable director, George Lacombe. Con El salario del miedo Clouzot jugó una de sus cartas mayores. Como un nuevo Alfred Hitchcock –a quien superó casi siempre– Clouzot no se encerró en un mundo aparentemente de acción y de aventura, que era en realidad su respuesta moral a la angustia fratricida que él mismo había vivido muy poco tiempo atrás, sino que además utilizó su relato, una de las primeras road movies de la historia del cine, para ofrecernos unos impresionantes retratos de aquellos seres perdidos en busca de superar sus miserias al escapar de un mundo de venganzas y agonías heredadas de la guerra. Con un grupo de actores muy profesionales pero mediocres que se llevaron todos los premios del mundo, Clouzot nos conduce a través de los campos petrolíferos de Venezuela (una Venezuela fantásticamente recreada en la Camarga francesa) hasta la destrucción y la muerte.

No hay ni un instante de pausa ni de felicidad en la odisea de aquellos miserables y, cuando la narración culmina, ya sabemos cuál va a ser su final, un final sin piedad ni posibilidad de salvación. Para más inri, el rodaje, que se suponía plácido y agradable, se convirtió en un infierno y tuvo que ser interrumpido en varias ocasiones por culpa de lluvias y huracanes inesperados que obligaron a reconstruir el decorado en varias ocasiones, pero excepcionalmente debemos admitir que la angustia y las desgracias ayudaron al vigor insólito de las imágenes y a la profunda belleza del filme. De una muy larga duración para aquellos tiempos, forzoso es reconocer que no hay en el filme un solo momento intrascendente ni una sola interpretación por los actores que no suene a verdad y a angustia. Uno salía del cine oliendo a petróleo y deseando poder tomar una ducha, como los personajes, y limpiarse de toda aquella mierda. Han pasado muchos años pero el filme, al que un remake hollywoodiense apenas afectó, sigue vivo y resulta igualmente demoledor. En la lucha entre el talento y la pasta, esta vez ganó el talento.

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