Miedo y asco en las vergas

AVISO: el contenido de este artículo puede herir la sensibilidad del lector, incluso si ha follado. En caso de ser virgen, el texto puede hacerle renegar del sexo para toda la vida.

Hace poco visioné una escena pornográfica cuya retorcida coreografía remite a los laberínticos placeres que cada espectador obtiene de esas películas. Los protagonistas, un zagal rabipresto y una soltera casquivana, repasaron sus respectivos sexos con aceleradas lenguaradas antes de fornicar con el ímpetu propio de un cigüeñal enloquecido, hasta que el mancebo decidió, aprovechando un cambio de plano que no pasó desapercibido a mi puntillosa atención, ocupar el recto de la moza con la totalidad de su miembro enhiesto. Dicha práctica, lejos de resultar dañina o traicionera (la edición del largometraje no mostraba acuerdo previo al respecto), fue del agrado de la muchacha si nos atenemos a sus gemidos de aprobación y gozo. Todo ello devino en un escandaloso apogeo del individuo con expulsión de chorromoco (feliz vocablo usado por Federico Corriente en las traducciones al español de Irvine Welsh). El acto filmado venía a ser un anal de los de toda la vida, aunque aún faltaba un giro inesperado: desprendidos el uno de la otra, tuvo ella a bien agacharse en cuclillas para que la fluida sustancia masculina alojada en el tramo final de su intestino grueso resbalara, por inercia de la gravedad, hasta el parquet flotante de la estancia. Seguidamente, ajena al escrúpulo, procedió a lamer con avidez el contenido derramado en el suelo para marcarse unas gárgaras antes de tragárselo como si no hubiera mañana.

Reconozco que a esas alturas las muecas en mi rostro no denotaban placer o morbo sino aprensión y náusea, pero supe al instante que no pocos hombres y algunas mujeres sentirán calorcito allá en la genitalia incluso al leer esta crónica deliberadamente distante. ¿Delectación o rechazo? ¡He ahí la magia del cine!