OPINIÓN

Mea culpa

Mea culpa
Mea culpa
Mea culpa

Se ha escrito demasiado sobre la alteración emocional, además del palizón físico, que provocan las mudanzas. Las contamos como si fuéramos los primeros en experimentar esa montaña rusa de sentimientos, pero, al igual que la  mili o la boda, sólo son interesantes para los protagonistas directos. Acabo de sufrir una de esas devastadoras masacres; tenía tantas ganas de tirar cosas (en vez de trasladarlas) que habría agradecido un incendio que me aligerara el trabajo. Sí, estoy contando una mudanza, pero sólo porque en pleno esfuerzo me asaltó una certeza sobre la fugacidad de la vida en forma de metáfora incontestable.

Cuando era niño (aquellos maravillosos 70) los Reyes Magos me regalaron una guitarra española de la que me deshice el otro día, así, sin más, de repente, sin remordimientos. La fiel herramienta, vencida tras décadas de mal uso, mostraba trastes torcidos, grietas en los costados y un desvencijado clavijero que la convertían en el Rocinante de las mandolinas. Deposité el instrumento en la acera, al lado de los cubos de basura y dentro de su caja original, como si fuera un ataúd de cartón con la efigie del muerto dibujada en la tapa. Ya desde el portal, eché un último vistazo a mi inseparable compañera de acordes desafinados; el triángulo romo que la contenía parecía una pirámide azteca en honor de la música. Sentí que me emocionaba. Quién sabe, igual no estaba preparado para separarme de ella. Justo entonces se cruzó un paseante con perro. El animal paró en seco, olisqueó el instrumento y se meó en mis recuerdos.

Recordé el momento más bajo, desesperado y patético de Dan Aykroyd en la película Entre pillos anda el juego, cuando a su personaje, triste, sucio y empapado por la lluvia, le orina un perro en la pierna. Todo le fue a mejor desde entonces. Pues eso.

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