OPINIÓN

Las manos donde no pueda verlas

Las manos donde no pueda verlas
Las manos donde no pueda verlas
Las manos donde no pueda verlas

Seamos claros: la piratería audiovisual acabará con la raza humana tal y como la conocemos. Sé lo que me digo, no se trata de una amenaza barata a lo Teddy Bautista (cuyo nombre, por cierto, es una inquietante mezcla de peluche y evangelio). La brutal escalada en la descarga gratuita de películas repercute directamente en el rendimiento económico de las salas de cine independientes, abocadas en los últimos años al cierre definitivo. Y en esa realidad empresarial se está fraguando el drama apuntado al inicio de este artículo: apenas sí quedan cines oscuros donde iniciarse en las

procelosas aguas de los primeros picores, los magreos consentidos y las calenturas compartidas.

El mismo cine ha convertido ese pequeño roce juvenil en mítico ritual iniciático que marca el paso de la post-infancia febril a la preadolescencia ardiente. En Diner (Barry Levinson, 1982), el chasis original de lo que hoy es Mickey Rourke convertía su inocente vaso repleto de palomitas en una lujuriosa sorpresa para la chica que le acompañaba (para el que no la haya visto, se trata del mismo principio que rige el famoso Dick in a Box que interpretó Justin Timberlake en Saturday Night Live). Yo he visto Yentl en el cine (no pregunten, es una larga historia), y si lo recuerdo no es porque Barbra Streisand me conmoviera, sino por la emotiva tensión que me invadió mientras rodeaba

con mi brazo a la chica que me acompañaba.

La demolición de los viejos cines está acabando con todas estas bonitas liturgias sociales, mientras que la explosiva mezcla de precocidad, YouTube y botellón hace que jóvenes rabiprestos y muchachas casquivanas salgan a la calle a entrelazarse con lasciva despreocupación. Un momento, ahora lo entiendo: el cine ha muerto. Hala, descanse en paz.

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