OPINIÓN

La soledad del yo

La soledad del yo
La soledad del yo
La soledad del yo

Soy persona normal, abierta y extrovertida, pero me gusta ir al cine solo, sin nadie, a mi bola. Son muchos años acumulando rarezas y ya no puedo cambiarlas. Por alguna extraña razón, “ir al cine” se considera un acto social y gregario. La idea tenía cierto fundamento cuando la gran pantalla era uno de los pocos entretenimientos disponibles; “ver una peli” se convirtió en una excusa para enamorar, ligar, pillar cacho o refrotar la cebolleta (según el grado de implicación). Como la duración estándar de los largometrajes todavía no se había establecido en las actuales tres horas y pico, se trataba de pasar un rato razonable junto a la persona que te interesaba para hacer manitas y lo que surgiera. ¿Qué papel juega en ese contexto la idea de ver cine? ¿Puede un hombre lleno de picores o una mujer ardiendo fijarse en los detalles narrativos y visuales mientras a su lado respira una zagala predispuesta o un mocetón casquivano?

Pensemos que no hay tensión sexual de por medio, bien porque se trate de un matrimonio o porque sean amigos sin intención de roce, y centrémonos en ese empeño de mucha gente por acudir a las salas de cine “con alguien” o lo que es más raro: en grupo. Una persona viva a tu lado no deja de ser una fuente de calor y ruiditos; sentarte entre dos seres humanos te convierte en relleno del sandwich de la incomodidad. Si vas acompañado al cine es probable que quieran hablarte, preguntarte por alguna incidencia del guión o peor aún: que opines sobre la película nada más terminar… ¡incluso antes de salir de la sala! ¿Dónde queda el reposo del impacto, la deglución de la idea, el análisis del mensaje que nos haya querido transmitir el director?

Acabo de razonar por qué me gusta ir solo al cine. Vale, también cabe la posibilidad de que no tenga con quién ir, pero eso es otro tema. Dejadme en paz.

¡No estoy llorando!

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