En su autobiografía Cosas que los nietos deberían saber, Mark Oliver Everett, líder del grupo Eels, cuenta que a los pocos días de llegar a Los Ángeles para buscarse la vida se acercó por curiosidad a Hollywood. En Vine Street, cerca del edificio de Capitol Records, divisó un corrillo de gente: Angie Dickinson inauguraba la estrella de Billy Vera and the Beaters en el Paseo de la Fama. Al acabar su discurso, la actriz se situó casualmente al lado de un atribulado Everett que sólo acertaba a pensar que, aunque llevaba pocos días en la ciudad, ya se codeaba con una estrella de cine. Ella no se acordará, pero el músico le entregó una de sus maquetas. La anécdota ha permanecido en la memoria del músico con la fuerza suficiente como para incluirla en sus memorias.
En los 90 trabajé en el Festival de Cine de Gijón (este año ha cumplido su 48 edición); allí me sentí, en no pocas ocasiones, tan azorado como Everett. Tuve a un señor esperando unos minutos al lado de mi mesa porque no me di cuenta de que era Paul Schrader. La amistad fraguada con Tom DiCillo me permitiría, años más tarde, compartir mesa con él y Jim Jarmusch en Donosti. Aguanté sin llorar la mirada de hielo de Stephen Frears tras contarle un chiste muy malo. Angelo Badalamenti me preguntó entusiasmado por mis zapatos. Le pedí a Bruce LaBruce café con leche para acompañar una fabada. Estuve un día entero paseando a Anna Galiena. Cuando le dije a Kaurismaki que en el hotel no había Fundador me pidió Soberano. Hablé con Kenneth Anger sobre anuncios de compresas. Le di un susto muy grande a la mujer de Hal Hartley. Lloré de risa con Tsukamoto y su traductor. John Cale me dijo que se había metido todas las drogas. Le solté una chapa a un silencioso y cordial Edward Bunker. Sólo DiCillo se acuerda de mí, pero todos han permanecido en mi memoria con la fuerza suficiente como para incluirlos en este artículo.
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