OPINIÓN

¿Hay alguien ahí?

¿Hay alguien ahí?
¿Hay alguien ahí?
¿Hay alguien ahí?

Hace mucho tiempo llegó a casa un folleto informativo sobre las actividades culturales que ofrecía una librería de mi ciudad. Además de presentaciones, charlas o mesas redondas, la publicidad se hacía eco de una pequeña exposición de retratos a lápiz de gente anónima que se colgaría en la misma sala donde se celebraban dichos actos. Enseguida nos llamó la atención uno de los dibujos reproducidos en el tríptico porque parecía un retrato realista de mi padre, fallecido años antes de aquella casualidad. La postura, las manos, la inclinación del rostro y hasta las gafas del modelo parecían las suyas, pero no cabía posibilidad alguna de que el artista se hubiera basado en él.

Mi madre y yo decidimos acercarnos a la librería el día de la inauguración para contemplar aquella prodigiosa coincidencia en vivo, e incluso llevárnosla a casa por un precio que suponíamos asequible. Como había una conferencia ya muy avanzada, decidimos sentarnos en un sofá situado a la entrada. La sensación era tan rara como estar esperando a mi padre de una manera extraña y casi inquietante. Una especie de encuentro con el más allá a través de un dibujo. Un Ghost en toda regla que en lugar de arcilla usaba carboncillo como médium. Creo recordar que estábamos nerviosos.

Acabó al fin la ponencia, se vació la sala y nos acercamos al cuadro con piel de gallina y expectación en los ojos. Pero aquel retrato no era mi padre. Nos miramos sorprendidos y volvimos a observar el tríptico que mi madre aún sostenía. La reducción del original comprimía los detalles y acercaba aquel desconocido a mi padre, pero en el camino inverso se perdía la exactitud del gesto, la afinidad de la pose y hasta el cariño del recuerdo. No hizo falta que habláramos para saber que no compraríamos la imagen de aquel extraño. Habíamos tentado a la suerte, pero el contacto paranormal nos había salido rana.

Así que nos fuimos al bingo, claro.

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