Ficción real

Alguien tiene que decirlo: la pregunta más terrorífica que se le puede hacer a un niño es qué quiere ser de mayor. Muchos adultos sacan el tema de manera trivial, sin ser conscientes de que apelan a profundos temores que solo la inexperiencia anula. A tan temprana edad, las personas disimulan y gritan “bombero”, “doctora” o “futbolista”, o todo a la vez, para espantar la incertidumbre que les atenaza: ¿Por qué querría nadie hacerse mayor? 

Del mismo modo, qué fútil resulta el ejercicio del adulto rememorando su niñez con las herramientas que le ha otorgado la madurez; la evocación es tramposa porque la infancia es un estado mental y la edad es un cristal oscuro con el que revisar el pasado. El viaje de Chihiro es más arduo que el regreso de Benjamin Button.

Supongo que, en algún momento de mi niñez me lo habrán preguntado, pero no recuerdo haber expresado nunca una vocación clara, ni siquiera difusa; puedo imaginarme encogiendo los hombros por pura ausencia de determinación. 

Claro que, como diría Vila-Matas, toda realidad, una vez narrada, se convierte automáticamente en ficción, así que cabe la posibilidad de que ese recuerdo indeciso sea una construcción de mi yo actual, que, con la edad atesorada, ya vive en la certeza de que no ha llegado a nada concreto. Quizás le adjudico esa cita a Vila-Matas porque es probable que Vila-Matas lo haya dicho todo.

Veo París, Distrito 13 (Jacques Audiard, 2021); en la escena final, un personaje sale de casa y justo suena el telefonillo, así que vuelve a abrir la puerta, pero sin usar las llaves. En un momento crucial de la película, su última escena, yo me revuelvo en la butaca pensando si la desprotección del piso tiene algún peso en la trama. 

Entiendo las elipsis, comprendo que el cine no tiene por qué ser la vida punto por punto, pero siento esa menudencia como un agujero de guion. Quizás de pequeño quería ser el viejo maniático de los cines.