Hace ya unos años que Brad Pitt me tiene atrapado entre el prejuicio de su belleza y la objetividad de su trabajo. Cuando sentía que su acting no cumplía las expectativas generadas, recordaba que no pocos rostros hermosos de Hollywood tuvieron que trabajar el doble para lograr reconocimiento crítico (incluso justifiqué su sobreactuación en Quemar después de leer como exigencia cómica del guión de los Cohen).
El estreno de Malditos bastardos me ha disipado todas esas dudas: ya puedo afirmar sin remordimientos que Brad Pitt no me gusta. No me vale la evidente intención caricaturesca del teniente Aldo Raine; hay escenas concretas (por ejemplo, la del esmoquin blanco) en las que parece componer un híbrido entre Clark Gable y Popeye; se ‘nota’ que actúa, cosa que no ocurre, por ejemplo, con Christoph Waltz. Y al repasar la huella que me han dejado sus trabajos en Babel o Benjamin Button veo que un plácido vacío habita ese rincón de mi memoria. ¿Por qué entonces siguen contratándolo como si fuera un actorazo? ¿Seré un cerdo envidioso cegado por su belleza?
La respuesta racional a este despropósito la encontré en 'La burbuja', capítulo 15 de la 3ª T. de Rockefeller Plaza; Liz conoce a un hombre tan guapo que nadie es capaz de contarle la verdad si resulta dolorosa. Él piensa que es un gran cocinero, tenista o dibujante porque todo el mundo alaba desproporcionadamente sus escasas habilidades por el simple hecho de ser bello. Lo mismo le ocurre a Pitt: los directores le contratan, los espectadores pagamos por verle y los premios lo nominan, pero todos sabemos, en el fondo, que no es bueno. Así que si un día me lo encuentro por la calle podré decírselo alto y claro: “Brad, como actor dejas mucho que desear, pero… ¿me darías un besito?”.
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