OPINIÓN

Comunicando

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Hace siete años me mudé a una ciudad distinta. Los móviles ya habían iniciado su imparable expansión, pero no existían los smartphones, las tarifas planas eran una quimera y los establecimientos de llamada todavía eran más abusivos que ahora (lo son por el mero hecho de existir). Es decir, las cabinas callejeras aún tenían sentido a la hora de hablar con números fijos.

Tras recibir la parca mudanza y comenzar el reordenamiento de mi cotidianidad, bajé por la noche al teléfono público disponible en la acera, justo al lado del portal, mira tú qué suerte. Se trataba de una cabina a la vieja usanza, aquellas pequeñas estructuras alrededor del aparato que, además de proteger al usuario de las inclemencias, preservaban la intimidad de su conversación. Hice varias llamadas, subí a casa y seguí desempaquetando. Pero al salir por la mañana lo primero que noté fue la ausencia de la cabina. Ya no estaba. Observé la huella que habitaba la acera; aquel perfecto cuadrado herrumbroso en el suelo demostraba que allí había existido una pequeña caseta acristalada. Y durante muchos años, si juzgaba la intensidad del vestigio.

Recordé el famoso telefilme protagonizado por José Luis López Vázquez. Un ciudadano atrapado en las fauces de una cabina transportada por una organización gubernamental a un hangar lleno de cadáveres encerrados. También me acordé de las llamadas al límite que hacía Neo en Matrix; quizás el Sistema había destruido esa misma noche una conexión con los rebeldes del mundo real. Levanté la vista. Todos parecían sospechosos. La dueña de la droguería situada enfrente notó mi perplejidad: “se la han llevado esta mañana”, dijo a modo de información. Con desconfianza y angustia, le imploré en silencio que confirmara mi conspiranoia. Me miró como se mira a los locos. Pero juraría que llevaba pinganillo.

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