OPINIÓN

Androides y ovejas

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Como todo canon, los listados de “películas clásicas” son una imposición derivada de un consenso crítico que los espectadores de a pie podemos y debemos discutir. Llevo mucho tiempo silenciando mis lagunas sobre las obras que se tienen por modelo digno de imitación, pero ahora que me quedan menos años por vivir que los ya vividos, puedo revelar una de ellas: mis motivos para considerar a Blade Runner un clásico no son estrictamente cinéfilos. Me explico. La primera vez la vi en formato VHS. Fue en una cabaña en pleno monte que tenía un jacuzzi en el porche. No estaba solo. Y por si fueran pocas distracciones, en la casa había varias botellas de aguardiente schnapps y tarros llenos de ganja. Nunca he vuelto a verme en una situación similar. No me refiero a lo de disfrutar por primera vez una obra capital en la historia del cine, sino a disponer de tanto lujo por la cara. Recuerdo que después del famoso test Voight Kampff al inicio del largometraje, la dueña del mando a distancia decidió rebobinar la escena para verla de nuevo, pero no sé si acabamos la película. Probablemente no. Con el tiempo, pude gozarla en pantalla grande gracias a las diferentes versiones extendidas, asimilé su poderosa iconografía referencial y entendí la innovación que supuso en varios géneros (aventura, ciencia-ficción, cine negro). Pero quizás esas impresiones sólo sean recuerdos implantados y yo, un replicante experimental, como Rachael. Y aunque me gusta pensar que la primera emoción es la que cuenta a la hora de valorar una película, jamás olvidaré, mientras viva, aquella noche loca en la que casi vi Blade Runner. También existe una biografía emocional de momentos importantes que suceden mientras ves una película, sea buena, regular o muy mala. Y esos recuerdos jamás se perderán, por mucho que llueva.

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