OPINIÓN

Cuerdas y manivelas

Cuerdas y manivelas
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Cuerdas y manivelas

Como buen disperso que soy, mi vida es una inabarcable sucesión de proyectos inconclusos. A todos ellos me entrego con una ilusión tan desbordante como efímera: mi entusiasmo se desinfla antes de intentar superar el primer obstáculo, por nimio que sea. Mi biografía como músico, por ejemplo, empezó como la de tantas estrellas del rock: de niño pedí una guitarra como regalo de Navidad. Mi madre la llevó a casa en su Seat 600 sin percatarse de que el maletero no daba para tanto. Cuando desenvolví el regalo, el instrumento lucía un tosco agujero lateral que nada tenía que envidiar al propio que llevaba bajo las cuerdas. La guitarra nunca se repuso del todo y mi opción como concertista tampoco; me tomé ese accidente como una señal de que nunca llegaría a nada en ese campo.

Del mismo modo, lo más cerca que estuve en mi infancia de desarrollar una afición creativa por el séptimo arte fue poseer uno de aquellos fascinantes proyectores Cinexin (en mi caso, color naranja) que funcionaban a manivela como acercándonos a los pioneros operadores de cámara. Sólo tuve dos películas en mi corta experiencia como exhibidor doméstico: Charlot, héroe del patín y dos minutos de una batalla en el Oeste ¡que ganaban los indios! Al cabo de unos cuantos “pases”, el entretenimiento consistía en darle a la manija muy despacio o hacia atrás. Aquel pasatiempo no tenía recorrido: tras cien caídas repetidas de Chaplin y mil vaqueros muertos hasta la saciedad, la constancia perdía fuelle. Tan agotado me dejó aquel esfuerzo que nunca he sucumbido a los vetustos tomavistas, las posteriores cámaras digitales o los actuales smartphones reproductores. Desde entonces sólo me he dedicado a ver películas, que no es poca cosa. Otro día hablaremos del gran arquitecto que podría haber sido de no haberse cruzado el Telesketch en mi vida.

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