
Me gusta ser actor. Me encanta que al llegar a un restaurante el dueño me reconozca y me cuele y, a veces, incluso me invite. Realmente es muy, muy guay que una marca publicitaria considere que puedo influir en la gente y les parezca buena idea pagarme bastante “dineriti” por salir en un anuncio sujetando su producto cerca de mi cara, mientras digo cosas que alguien ha puesto en mi boca y que, en realidad, no creo.
O también cuando cuentan conmigo para fiestas, y noto que mi sola presencia cambia la energía y todo son sonrisas a mi alrededor. ¿Y qué decir cuando centenares de personas en internet opinan que “le gusta” una foto mía en la cama, recién levantado y poniendo ojitos? Joder, es muy agradable. ¿Y recibir miles y miles de mensajes en Twitter, mensajes sencillos, directos y concretos, que dejan entrever una admiración ciega, sin límites y también, por qué no decirlo, un poco de envidia? Eso es una maravilla. A veces, no me creo la suerte que tengo de ser actor y saber con certeza que cualquier mujer a la que me acerque, estará al instante con la guardia baja y que un poco de mi conversación acompañada de algunas insinuaciones veladas bastará para que piense: “¡Como me gustaría que me metiera el pizarrín!”. Así de sencillo. ¡Sí, demonios, me gusta ser actor! Y si os soy sincero tampoco me molesta lo mas mínimo que un séquito de personas trabaje para mí y toda su ocupación sea procurar que yo esté feliz, averiguar qué me falta y proporcionármelo. Y que en su sueldo, por lo tanto, vaya el sentirse culpables cuando algo sale mal y que yo se lo hago saber a veces con gritos, a veces con susurros.
Pero también ser actor tiene su parte mala: A VECES, HAY QUE ACTUAR.
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