Crítica de 'Competencia oficial'

En El ciudadano ilustre (2016), la película inmediatamente anterior del ácido dueto argentino compuesto por Mariano Cohn y Gastón Duprat, los de El hombre de al lado (2009), Oscar Martínez era un afamado escritor que, para recoger un premio honorífico, regresa al pueblo de mala muerte del que salió huyendo cuando era un joven con ambiciones. 

El veterano actor se alzó con la Copa Volpi por su brillante composición sobre los aspectos más ridículos de ese ego tan imprescindible para la creación literaria o artística. En esta producción de Mediapro, el juego de espejos con la realidad es todavía más acusado: Martínez encarna a un prestigioso actor, formado sobre las tablas, que acepta un papel en la película producida por un millonario para darse un capricho. 

A su lado, Antonio Banderas da vida al modelo opuesto, el latino que triunfó en Hollywood. Ambos se libran a una sana, y por momentos desternillante, autoparodia a lo largo de una pertinente sátira del Séptimo Arte y sus contradicciones, entre las veleidades autorales y los rigores de la fama, entre la película soñada y la realidad de la industria. Y entre el actor de culto y la estrella internacional, una fabulosa Penélope Cruz, con una comicidad tan desbordante como su cabellera, que da vida a la directora encargada de ponerlos firmes, cual dominatrix del cinematógrafo. 

Menos crítica que la citada película anterior, este encadenamiento de gags más o menos efectivos, se salda como una experiencia gozosa, aunque al mismo tiempo también peca de lo que critica: esa voluntad de trascendencia un tanto artificial y teledirigida, que evidencia un metraje de 114 minutos a todas luces excesivo, pero acorde a una falsa creencia muy extendida en la actualidad que reza que una película tiene que andar por las dos horas para tener empaque, cuando la realidad es que cualquier director debería estar cargado de razones para tardar más de hora y media en contar una historia.