Así era nuestro Rimbaud

‘El don de Vorace’ resucita a Félix Francisco Casanova
Félix Francisco Casanova
Félix Francisco Casanova
Kritipop
Félix Francisco Casanova

CUANTA (Y CUÁNTA) LITERATURA CABE EN MENOS DE VEINTE AÑOS DE VIDA.

Impresiona la fotografía del autor que se incluye en El don de Vorace: melena generosa, mirada fija, distante e intensísimo a la vez. Sin confusión en la maqueta de esta revista: pese a la imagen más cercana a música que a libros, Félix Francisco Casanova —que fundó un grupo de rock y firmaba críticas de discos en la revista Disco Express— escribía, y de qué forma. Visionario, adelantado a su tiempo, vanguardista a bocajarro, Casanova confirma que una reedición a tiempo es una victoria.

Nacido en 1956 y muerto por un escape de gas con poco más de diecinueve años, tras pedir a su hermano que nunca dejara de alimentar su colección de discos y ganar los certámenes literarios más prestigiosos de Canarias, la leyenda de Félix Francisco Casanova se forjaba con calma: conocíamos su poesía completa (La memoria olvidada, en Hiperión y 1990), sonando a secreto entre los amantes de la poesía más libre y pura. Y ahora Demipage apuesta por El don de Vorace, una novela con personajes y trama, que sin embargo deriva a la prosa poética —si no poema en prosa— en cuanto puede.

Miedo y asco en Las Palmas

Bernardo Vorace intenta suicidarse, y en ambas ocasiones sobrevive a balas y pastillas: se descubre inmortal. «Lloro torpemente —escribe Casanova—, como si fuese la primera vez que no muero». Ya que no puede destruirse a sí mismo, Vorace se arroja a una espiral consciente de estar «construyendo» su «propia leyenda», y acaba con los demás como vía más fácil de agotarse: tira por la borda (y por los celos) su relación con Marta, traiciona a la adolescente Débora, invita a sus amigos a una fiesta diabólica.

«Despojado de principios morales», como apunta Fernando Aramburu en su prólogo, renuncia a la vida eterna y se sumerge en el lado oscuro de los días, retratados entre esta novela de terror, escritura automática —la redactó en apenas un mes— y metaliteratura (en El don de Vorace quien no lee o escribe edita o filosofa, y las referencias a otros creadores con las que Casanova trufa el texto lo presentan como casi una poética).

«Eres el misterio viviente. En todo caso, el único que puede hablar de la muerte con una sonrisa de oreja a oreja», reprocha a Vorace una de sus amantes. Emparentar a Casanova con Rimbaud, recogiendo el guante de Aramburu (y el del propio Casanova, que imagina a Vorace y el francés compartiendo sádica profesora de idiomas), no se desencamina: también bohemio, también arriesgado con razón, y nuevo y radical y luminoso, Félix Francisco Casanova se presenta como uno de nuestros pocos —y primeros— autores en parir una obra absolutamente moderna. Leemos sus poemas y El don de Vorace, ansiamos el diario que Demipage editará, y lo certificamos más que vivo, avanzado incluso al hoy.

Sostiene Vorace: «Yo ya pertenezco a los inmortales». Y habla Casanova.

El don de Vorace. Demipage /272 páginas / 20 euros

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