Iñaki Ortega Doctor en economía en la Universidad en internet UNIR y LLYC
OPINIÓN

Botellones

Imagen de archivo de un botellón reciente de jóvenes en Madrid.
Imagen de archivo de un botellón reciente de jóvenes en Madrid.
EUROPA PRESS
Imagen de archivo de un botellón reciente de jóvenes en Madrid.

El inicio del curso y la mejora en las cifras de contagios de la pandemia ha desatado a cientos de miles de jóvenes que se han unido a fiestas callejeras por toda la geografía española. Las imágenes de hordas bebiendo y bailando han escandalizado a los que peinamos canas. A su vez, una minoría ha confundido la diversión de los botellones con vandalismo, lo que ha hecho que todo se haya mezclado para acabar poniendo en la picota a los más jóvenes.

Las severas restricciones al ocio nocturno desde marzo de 2020 provocaron un efecto olla a presión en los chavales. En dos años, ni fiestas patronales ni celebraciones deportivas ni quedadas universitarias, nada de nada. Todo por internet o a escondidas. Después de 17 meses encerrados, el agua ha empezado a hervir y ya se sabe que con la ebullición en una olla o liberas la presión o todo salta por los aires.

Los botellones son la válvula de escape de los chicos y chicas postpandemia. Una forma de socializar que no entiende de clases y que iguala a todos en su diversión. A la mayoría de los que acuden a estas fiestas lo que les une es que son miembros de la generación Z. Es decir, nacidos a partir de 1996 con internet en casa. Estos jóvenes han crecido con la red de redes, y eso ha moldeado una personalidad que se puede resumir en dos palabras: inmediatez e irreverencia.

Inmediatez porque lo quieren todo rápidamente y además la tecnología lo permite. Por ejemplo, unirse a la juerga cuando quieran gracias a la geolocalización. O prescindir de horarios y entradas a discotecas porque ya tienen la mejor música debido al streaming de sus móviles y, potentes a la vez que pequeñísimos, altavoces. Irreverencia que les hace llevar la contraria a padres, profesores y hasta a la autoridad. Una irreverencia de la que abusan porque saben que no tendrá consecuencias para ellos.

Los responsables universitarios o políticos no ejercen como tales y, por miedo al qué dirán, no disuelven los botellones

Por supuesto que es sano desafiar lo establecido, pero siempre que se haga con argumentos. Cuando un alumno me alerta de un fallo en mi explicación o un hijo mío corrige mi pronunciación en inglés, ambos mejoramos y el mundo es mejor. Pero si el desafío a la autoridad de los mayores usa la violencia o pone en peligro la convivencia, esa irreverencia ha de tener consecuencias en un Estado de derecho.

El problema con los botellones, por tanto, no es solo de los jóvenes, sino de la impunidad. La cuestión radica en que los que no somos jóvenes nos hemos contagiado de esta era líquida, que decía el filósofo Bauman, en la que ya no hay certezas y todo es voluble. Los responsables universitarios o políticos no ejercen como tales y, por miedo al qué dirán, no disuelven los botellones. Una meliflua forma de entender la autoridad ha dado alas a los excesos de estas semanas. La solución la tenemos cerca, pero exige moverse. Jóvenes que se comporten mejor y adultos que ejerzan como tales frenando los desmanes. 

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