
Decía don Miguel de Cervantes que «la salud de todo el cuerpo se fragua en la oficina del estómago» y decía bien. Tan solo recordaba lo que ya Hipócrates confirmaba hace 2.500 años, «que tu medicina sea tu alimento y el alimento tu medicina». Tanto el sabio griego como el genial escritor se quedarían hoy ojipláticos viendo todas las mierdas que comemos. Y nos dirían al unísono, ¿cómo no vais a enfermar zampando tanta porquería?
No podemos echarle la culpa al cocinero porque prácticamente ya no existe, casi nadie cocina en condiciones, hemos caído en la trampa de la industria alimentaria y en nuestro menú cada día hay más platos preparados y ultraprocesados, menos cazuelas y cucharas. Muchas veces ni eso, abonados a comer en restaurantes donde reinan los productos industriales de quinta gama y las cocinas se limitan a plancha, microondas y freidora. ¿En qué momento se nos olvidó comer bien?
Conozco la justificación. No tenemos tiempo para ir a la compra, cocinar, preparar la mesa. Pero nos sobra tiempo para hacer maratones de series durante horas, aderezados con comida basura a domicilio. Esta era postcovid ha generalizado la moda de comer mal, malo y caro. Nunca será mejor una empanada gallega o unas croquetas compradas en el supermercado que las hechas en casa, pero qué pereza.
Siempre recordaré los platos de mi abuela y algunos, no muchos, de mi madre. ¿Qué sabores de la infancia recordarán nuestros hijos? Las pizzas y hamburguesas pedidas por internet. ¿Y nuestros nietos? Deberíamos tomarnos más en serio la comida porque detrás de ella hay salud. Y si optamos por productos locales y de cercanía no procesados también hay mucha salud para el mundo rural. Y mucho futuro.
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