Como españoles que han sido al menos hasta el 1 de octubre, los independentistas han sabido exacerbar con virtuosismo los mecanismos del odio, y han alcanzado el objetivo de que esa fecha se haya convertido en el día más triste. Mucho peor que el 23-F, porque de aquel esperpento salió, sí, un país asustado; pero también un país unido en su determinación de culminar el camino hacia la democracia. Pero de las urnas de plástico de Cataluña sale una España afligida y avergonzada por el grotesco espectáculo de una votación sin reglas, y por la terrible e indeseable (pero quizá inevitable) imagen de policías tratando de imponer la ley democrática por la fuerza.
Los independentistas tienen su foto. La profecía se ha autocumplido: si provoco odio, luego puedo acusar a mi enemigo de odiarme. El odio se ha enseñoreado entre nosotros. Reina el resentimiento. En los años 90, en medio de las terribles guerras de los Balcanes, un dirigente político catalán (con muchos apellidos catalanes) y catalanista dijo algo tan cierto como ignorado: nadie se parece más a un serbio que un croata. Trasládese a España la lógica de la frase y se entenderá lo evidente: no somos tan distintos, pero el odio siempre termina por triunfar entre todos nosotros.
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