El viernes pasado cometí un error imperdonable. Disfrutaba de un trabajo tan impagable (por afortunado) como es inventariar los árboles monumentales de la isla de Gran Canaria cuando, ya de retirada, elegí el camino más largo, hacia Poniente, con la ilusión de ver la puesta de sol y seguir por la autopista en lugar de volverme por una serpenteante carretera de interior. El atardecer fue grandioso, pero apenas unos minutos después me vi atrapado en un gigantesco atasco a lo largo de casi 70 kilómetros de monumental tapón. Tres carriles completamente atiborrados de coches. Una hora después, mi paciencia y el depósito de gasolina estaban agotados.

Lo peor fue descubrir cuál había sido la razón de tan descomunal embotellamiento. No lo provocó ni un grave accidente ni un aparatoso control policial. Los culpables fueron las decenas de miles de personas que cual masa enfurecida se lanzaron a la caza y captura del chollo black Friday, cuyos vehículos obstruyeron durante horas las entradas y salidas de los centros comerciales. Ciudadanos más empobrecidos que nunca, pero más ávidos también que nunca por hacerse con gangas de todo tipo bajo el lema de que ellos no son tontos.

Corre, corre, que se acaban. Compremos ahora los regalos de Navidad, Reyes, la comunión, la boda y la despedida de soltero o de casado. Luego, para relajarnos, corramos de nuevo, esta vez por la avenida, pues una buena sudada nos ayudará a eliminar rápidamente toxinas. Y al llegar a casa, ducha rápida y comida preparada que rápidamente calentaremos en el microondas para ingerir a toda velocidad mientras vemos la televisión cambiando compulsivamente de canal, escribiendo veloces tuits en el móvil, wasapeando a todo trapo y planificando el complicado día que nos espera de aquí para allá, del tingo al tango, de Prusia a Rusia pasando por la Ceca y La Meca.

"No corras, que es peor", le dijo el lobo a la oveja. ¿Habremos perdido ya para siempre la posibilidad de vivir la vida a sorbitos, paladeando cada minuto como lo que son en realidad, momentos únicos e irrepetibles?

Por suerte nos quedan dos maravillosos rincones de sosiego. El primero son los paseos por el campo o los parques; pausados, deteniéndote para admirar una nube, un pájaro, una flor o la caída perezosa de una hoja. El segundo son las comidas con los amigos. Oasis de tranquilidad, de largas conversaciones, muchas risas y una apuesta decidida por parar el reloj y hasta desconectar el móvil. Seguramente por eso la gastronomía está ahora tan de moda, por lo que tiene de reencuentro con la vida tranquila que hasta hace unas pocas décadas era seña de identidad de nuestra sociedad. Cocinada a fuego lento y con mucho amor.

Un reciente estudio de Ecovidrio y ElTenedor confirma que el 74% de los españoles está dispuesto a pagar más por un restaurante sostenible, tranquilo, eficiente en el manejo de los recursos y la correcta gestión de sus residuos, que ofrece productos de proximidad, promueve un entorno laboral responsable y una dieta saludable. Sin embargo, ese mismo estudio detecta que el 80% de los hosteleros no se han adaptado a los nuevos tiempos y creen que el factor precio continúa primando. Que preferimos la comida rápida y barata, como hacemos con la moda, los cacharros tecnológicos y hasta las relaciones personales. Usar y tirar. Pero no es así. Consultados por el tipo de restaurante que consideran más interesante, el 52% de los españoles creen que los de comida ecológica son los más sostenibles, seguidos de los restaurantes tradicionales y los de autor. En el último lugar de nuestras preferencias estarían los de comida rápida.

¿Será una señal de cambio? Esperemos que sí, aunque nada volverá a ser lo de antes. En estos tiempos de globalización, también son muchos quienes se han apuntado al pavo con arándanos del Día de Acción de Gracias. Siempre será mejor que una hamburguesa, pero qué quieren que les diga, yo prefiero una paella.