RAFAEL MATESANZ. EXDIRECTOR DE LA ORGANIZACIÓN NACIONAL DE TRASPLANTES
OPINIÓN

La inmensa soledad

Rafael Matesanz
Rafael Matesanz
JORGE PARÍS
Rafael Matesanz

Hay noticias que inevitablemente nos hacen dudar de la sociedad en que vivimos y sentir literalmente nauseas de ver el mundo que nos rodea. En un hospital de Las Palmas permanecen nada menos que desde hace 6 meses, dos ancianos de 71 y 78 años ingresados en el servicio de urgencias. Con el alta médica firmada nada más resolver el proceso agudo que les llevó al hospital y sin que sus familiares ¿pudieran/quisieran/supieran? hacerse cargo de ellos.

Importa menos la causa que el resultado final: dos pobres ancianos indefensos, cerca del presumible final de sus vidas, confinados en unos cubículos donde comparten espacio con 10 enfermos psiquiátricos agudos, con la puerta cerrada por motivos de seguridad dado el tipo de pacientes ingresados y según atestiguan los enfermeros, sin poder muchas veces ni siquiera descansar por los gritos de sus acompañantes.

Denunciado el tema por los trabajadores del hospital, las explicaciones de los distintos responsables son un rosario de excusas administrativas que incluyen por supuesto la carencia de estructuras sociosanitarias suficientes para acoger una población cada día más envejecida y en la que falla el soporte familiar que constituyó durante generaciones la solución vicariante a todo tipo de carencias. A partir de ahí, trámites que se retrasan, plazos de la necesaria autorización judicial que no se cumplen… la culpa aparentemente no es de nadie, pero no está nada claro que ello consuele a los protagonistas de esta historia.

Varias cosas si quedan claras. Desde un punto de vista de estricta gestión de los fondos públicos el resultado no puede ser más desastroso: una cama de urgencias en un hospital de alto nivel como el referido aquí tiene un coste diario varias veces superior al de una residencia geriátrica. De los 600-700€ que cuesta como media la hospitalización diaria en uno de estos hospitales a menos de la quinta parte en una residencia geriátrica, pueden echar la cuenta de lo que implican estos desatinos desde el punto de vista económico. Si alguien hubiera respondido por el dinero dilapidado durante estos seis meses, seguro que las gestiones se habrían acelerado.

Pero evidentemente eso no es lo más importante. Caben pocas dudas de que los protagonistas de esta historia no son más que la punta del iceberg de una realidad social cada día más extendida: el abandono de nuestros ancianos, una forma de maltrato para uno de los segmentos más desprotegidos de la población. Unas personas que tras darlo todo a su familia y a la sociedad pueden acabar sus días en el más absoluto desamparo.

La Ley de Dependencia del 2006, un instrumento totalmente necesario para un país desarrollado, tuvo lamentablemente bastante de brindis al sol al dejar de lado aspectos tan fundamentales como la financiación de las prestaciones previstas en la misma. La crisis que estalló poco después de su promulgación y la multiplicidad de los gobiernos autonómicos encargados de llevarla a cabo, la convirtió definitivamente en una entelequia a la espera de tiempos mejores.

Pero el problema es que nuestros mayores no pueden esperar: no les queda tiempo. Cada vez más hecho jirones el contrato social que colocaba a los abuelos en un lugar preferente de la familia, como ha venido ocurriendo en multitud de civilizaciones a lo largo de los siglos, el estado tiene enormes dificultades para asumir un papel para el que no estaba suficientemente preparado. Son ya cerca de 9 millones los mayores de 64 años en España, un 18,5%, de los que la tercera parte tienen más de 80. Con la natalidad en  caída libre y una población aceleradamente envejecida, más valdría que nuestros políticos afrontasen este tema como una prioridad y no lo dejasen como hasta ahora poco menos que en manos de la providencia.

Ah, y en lo de Las Palmas, no consta que nadie haya asumido responsabilidad alguna.

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