RAFAEL MATESANZ. DIRECTOR DE LA ORGANIZACIÓN NACIONAL DE TRASPLANTES
OPINIÓN

El frío que mata

Rafael Matesanz
Rafael Matesanz
JORGE PARÍS
Rafael Matesanz

No voy a hablar de trasplantes, que es a lo que acostumbro, ni siquiera de medicina o sanidad, aunque sí de algo con clara repercusión sobre la salud. Me refiero a un tema que por motivos, algunos estacionales y otros fruto de las desigualdades e injusticias sociales, está de rabiosa actualidad: el frío.

Vivimos en un país de clima templado, nada que ver con lo que ocurre más al norte, pero lo cierto es que los recuerdos desagradables de mi infancia van irremediablemente ligados al frío en casa de mis padres y en general en casi todas las casas mal acondicionadas del Madrid de los años cincuenta, o al menos en las que yo frecuentaba. Nadie intuía entonces que unas cuantas décadas después el calentamiento global se convertiría en uno de nuestros mayores problemas universales.

La expresión ‘pobreza energética’, tan en boga ahora, no se inventó hasta los años noventa. Nosotros éramos simplemente pobres. La calefacción era algo que conocí y envidié en el colegio pese a no ser tampoco muy generosa, mientras que en mi casa la única zona habitable durante el día era la cocina, gracias a una lumbre de carbón durante mis primeros años y posteriormente a unas rudimentarias estufas eléctricas que no se podían poner mucho, primero por lo que gastaban y después porque si había unas cuantas luces encendidas "saltaban los plomos" en una acepción bastante literal que además entonces no se solucionaba simplemente subiendo una palanca, sino con unas reparaciones artesanales un tanto complejas. Eran precisos procedimientos obviamente peligrosos como quemar alcohol en un plato antes de irse a dormir, los braseros bajo las mesas camilla o unas botellas de agua caliente (nada que ver con las bolsas de goma actuales) que a mí siempre me daban la impresión de que se iban a destapar a media noche.

Cuento estas historias de viejo para poner de manifiesto mi plena identificación con el drama de Rosa, la pobre anciana fallecida en Reus hace un par de meses tras un incendio ocasionado por una vela con la que se alumbraba pues se le había cortado el suministro eléctrico. Es el rostro trágico de un problema que afecta a miles de españoles, difícil saber cuántos entre la exageración de algunas estimaciones y la negación del problema de otras. Lo único cierto es que el drama llega de una forma aún más trágica, si cabe, tanto a niños como a ancianos, los más desprotegidos, y que la actual ola de frío lo ha puesto aún de mayor actualidad.

Uno puede entender que en la España cutre y en blanco y negro que pintaba antes y que me tocó vivir de niño ocurrieran estas cosas para el segmento mayoritario de la población. Pero 60 años después, en un país democrático y con ínfulas de modernidad, pese a las recientes desgracias económicas, sinceramente cuesta mucho entender que no se encuentren soluciones redistributivas y/o legales a estos dramas injustos que pueden amargar la vida al más pintado. Son muchas las carencias sociales que ha dejado la crisis, pero esta me parece especialmente mortificante e inhumana.

Es obvio que nuestras inefables eléctricas, tan dadas a facilitar las puertas giratorias, distan de ser bondadosas ONG dispuestas a brindar soluciones, casi tanto como la lejana Samarkanda cuando Marco Polo empezó su viaje. Poco o nada se puede esperar de ellas, al menos de forma espontánea. Sin embargo, el país democrático que somos, en absoluto en la indigencia colectiva y con numerosos y variados gobiernos estatal, autonómicos y locales en los que de una forma u otra están implicados todos los partidos, bien podría dedicar la debida atención a este drama social que puede calificarse de todo menos de insoluble si existe la voluntad de afrontarlo.

No tiene el más mínimo sentido que nuestros semejantes se vean condenados a unas condiciones de vida más propias de la posguerra que de la España del siglo XXI. En solucionarlo va entre otras cosas nuestra credibilidad como sociedad.

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