ÓSCAR ESQUIVIAS. PERIODISTA
OPINIÓN

Moisés y Aarón

Óscar Esquivias.
Óscar Esquivias.
JORGE PARÍS
Óscar Esquivias.

Lo diré desde la primera línea: seguramente el espectáculo más hermoso que se esté representando sobre un escenario en Madrid sea la ópera Moisés y Aarón de Arnold Schönberg.

Nadie a quien le guste la música y el teatro debería perderse estas funciones del Teatro Real. Yo salí estremecido y, si mi economía me lo permitiera, repetiría día tras día. De la calidad musical no es necesario hacer ningún elogio: es una de las obras maestras de Schönberg y con eso está todo dicho. El autor, en plena madurez, puso la técnica dodecafónica al servicio de una historia bíblica en la que proyectó sus inquietudes religiosas, artísticas y hasta políticas (la ópera se escribió en pleno auge del nazismo y su rampante antisemitismo).

Cuando Schönberg se exilió en los Estados Unidos, había terminado los dos primeros actos; el tercero nunca llegaría a componerlo.

Maravillosamente escrita y orquestada, la partitura tiene una grandeza imponente y muestra todas las posibilidades expresivas del dodecafonismo. Desde los primeros compases exhibe una elocuencia musical que recuerda la gran tradición sinfónico-coral germánica, de la que Schönberg es continuador. Hay aficionados que todavía tienen reparos con este compositor y citan su nombre con reproche, como si fuera una suerte de Lucifer, un demonio destructor de toda belleza.

Esta ópera puede ser una ocasión estupenda para vencer tales prejuicios: Moisés y Aarón no es menos hermosa ni amena que el Réquiem alemán de Brahms, por ejemplo, obra que dentro de poco va a tocar la Orquesta Nacional como final de su temporada y para la que se están agotando las entradas. Cualquier melómano que disfrute con Brahms también debería hacerlo con esta ópera inacabada (y, pese a ello, completa) de Schönberg. Además, la orquesta, el coro y los solistas que actúan en el Teatro Real son fabulosos y hacen plena justicia a la partitura.

La ópera también es teatro, no solo música. El escenógrafo italiano Romeo Castellucci ha sido el encargado de dar vida a un libreto cuyo hieratismo le acerca a los modos del oratorio (de hecho, el musicólogo y pianista Charles Rosen afirmaba que prefería oír Moisés y Aarón en versión de concierto antes que verla representada: la música le resultaba más conmovedora si le llegaba sin los artificios del teatro).

Una versión demasiado literal del libreto podría convertir esta ópera en una suerte de versión estatuaria de Los diez mandamientos de Cecil B. DeMille, algo a todas luces inapropiado. Castellucci ha optado por una adaptación simbólica y propone un viaje desde la luz cegadora de la revelación de Yavé hasta la noche oscura y enfangada de la idolatría. A mí me maravilló especialmente el primer acto, en el que todo lo que se nos presenta tiene un poderoso aire onírico: la primera aparición, entre brumas, del becerro; los cuerpos desnudos; los movimientos espectrales del coro...

El espectador tiene la sensación de asistir a un espejismo, como si hubiera sido atacado por la fiebre del desierto. En el segundo acto, todo se vuelve más real, más humano (y también más sucio), y la obra termina entre montañas, bajo la noche estrellada, en un paisaje que me recordó los versos de la Divina Comedia, obra teológica (como la de Schönberg) que Castellucci conoce muy bien.

En ese momento, Dios parece ausente del mundo. No está Yavé (Moisés se siente incapaz de convencernos de su existencia) y tampoco su simulacro, el famoso becerro creado por Aarón (en esta función, un imponente toro que evoca perfectamente a una divinidad protectora, hermosa y fecunda).

Esta ópera se representa por primera vez en Madrid, pero ya se había interpretado antes. El anterior director del teatro, Gerard Mortier, la programó en 2012 en versión de concierto. Creo que a Mortier le habría encantado asistir a las representaciones actuales y que algo (mucho) de su espíritu juguetón y transgresor está en ellas.

Mostrar comentarios

Códigos Descuento