ÓSCAR ESQUIVIAS. ESCRITOR
OPINIÓN

¡Gay el último!

Óscar Esquivias.
Óscar Esquivias.
JORGE PARÍS
Óscar Esquivias.

Hace unos días, en una playa de Málaga, vi jugar en el agua a unos niños que parecían sacados de un cuadro de Sorolla (salvo porque llevaban traje de baño). Eran alegres y bulliciosos, se perseguían y salpicaban incansables, con toda la simpatía de la infancia (sus edades debían de oscilar entre los ocho y los doce años). En el momento más inesperado, uno gritó: "¡Gay el último!" y echó a correr hacia la orilla. Inmediatamente se interrumpió el juego y los otros le siguieron repitiendo festivamente el lema ("¡Gay el último, gay el último!"). Todos abandonaron el agua, donde se lo estaban pasando tan bien: si alguien hubiera gritado "¡Un tiburón!", no habrían huido más rápido.

Por más que esté acostumbrado a oír expresiones homofóbicas (muy a menudo convertidas en simples muletillas, dichas sin intención expresa de ofender, como también sucede con muchas blasfemias), el grito del niño me sorprendió por varias razones: por lo llamativo de esta adaptación del viejo y malsonante "¡Maricón el último!", porque el muchachito (que debía de ser ingenioso) tuviera plena conciencia de lo que decía (para él y los demás de su grupo, ser tildado de "gay" era sin duda algo indeseable) y, por último, (y por eso cuento aquí la anécdota, ya que esta columna está dedicada a la cultura) por la novedad lingüística de emplear la palabra "gay" a la vez como eufemismo e insulto.

En español y hasta fechas relativamente cercanas, cuando alguien quería referirse a un varón que tenía relaciones con otro (de las mujeres se prefería pensar que no caían en semejantes actos repugnantes para la moral común) se utilizaban diferentes términos y circunloquios: históricamente, lo más neutro quizá fuera decir "sodomita", frente a otras expresiones crudamente insultantes como "bujarrón", "puto" o "maricón", algunas con plena vigencia hoy.

En un célebre poema del Siglo de Oro (a veces atribuido a Góngora) se dice: "A un puto, sin más ni más, / prendieron por delincuente, / no por culpa de presente, / sino por culpas de atrás". Los niños de la playa malagueña, de haber vivido en el siglo XVII, no habrían dicho "¡Gay el último!" sino, posiblemente, "¡Puto el postrero!" o "¡Puto el postre!". De ahí viene la locución adverbial "a puto el postre" que significa "apresurarse para no ser el último en algo". La usó Quevedo, fue recogida en el Diccionario de Autoridades de la Real Academia en 1737 y desde entonces permanece (como debe ser) en los diccionarios sucesivos, incluido el actual. Este es, por cierto, un ejemplo bastante elocuente de cómo conviene mantener en los diccionarios este tipo de acepciones, aunque sean insultantes, pues de no hacerlo muchos textos nos resultarían difícilmente comprensibles.

"Gay", en español, parece (o parecía) la palabra más neutra y positiva para designar a los hombres que nos enamoramos exclusivamente de las personas de nuestro mismo sexo. El término, aunque rescatado recientemente del inglés, era conocido desde hace siglos en nuestro idioma en la forma del adjetivo "gay" o "gayo", que significa "alegre, apacible, deleitable, galán" (copio la definición de Sebastián de Covarrubias en 1611) y era frecuente en expresiones como "gay saber" o la "gaya ciencia". Aunque no tengamos todas esas cualidades (¡ojalá!), "gay" sirve para denominarnos con una palabra que está libre de las connotaciones despectivas de otras, incluso de la aparentemente aséptica "homosexual", inventada a mediados del XIX y popularizada entonces en ambientes psiquiátricos para definir lo que se consideraba una perversidad sexual. De algún modo, "homosexualidad" vino a sustituir a "sodomía" en la lengua culta, como término más o menos respetable que aludía a un comportamiento morboso (luego la palabreja fue perdiendo veneno).

Pero en esa playa, de la manera más imprevista, tuve la constatación de que algunos de los que dicen "homosexual" o "gay" siguen pensando "puto" o "maricón".

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