ÓSCAR ESQUIVIAS. ESCRITOR
OPINIÓN

Cuñados y cuñadismo

Óscar Esquivias.
Óscar Esquivias.
JORGE PARÍS
Óscar Esquivias.

Uno de los neologismos que mayor fortuna han tenido últimamente en nuestro idioma es el de "cuñadismo". Aunque la Real Academia no ha incluido todavía el término en su diccionario, ya figura hasta en el diario de sesiones del Congreso de los Diputados (fue célebre la intervención de Pablo Iglesias en abril del año pasado, en la que acusó a Albert Rivera de "cuñadismo ideológico").

Podríamos definir "cuñadismo" como la mala costumbre que tienen ciertas personas de opinar campanuda, temeraria e inapelablemente sobre cualquier asunto que no dominan, actitud que se atribuye por excelencia a los cuñados en las reuniones familiares (cuyo clímax llega en las comidas navideñas, en las que los cuñados se enfrentan dialécticamente entre sí cual muflones en celo).

¿Por qué nos hace tanta gracia esta burla del cuñado (y, sobre todo, del cuñado masculino)? No sé la respuesta, pero lo cierto es que no se trata de un fenómeno reciente, sino todo lo contrario.

Antiguamente se llamaba "cuñado" prácticamente a cualquier pariente (como también sucedía –y sucede– con "primo") y, de hecho, en amplias zonas de América se mantiene la costumbre popular de apelarse así entre amigos. En el caso de España, por "cuñado" entendemos solo a cada uno de los hermanos del cónyuge. La familia política, y especialmente la suegra, ha sido desde siempre fuente de suspicacias y bromas, y el refranero nos da abundantes ejemplos de ello: "¿Cuñados en paz y juntos? No hay duda que son difuntos"; "Aquella es bien casada, que ni tiene suegra ni cuñada"; "Cuñados y lechones, los muertos los mejores"…

Esta mala fama de los cuñados no parece explicarse solo por los roces lógicos de la convivencia. Para la mentalidad popular (también reflejada en la literatura culta), los cuñados masculinos son ejemplos casi prototípicos de gorronería y vagancia. Se les suele caracterizar como personas incapaces de ganarse la vida por sí solos y se les supone siempre necesitados de la protección del marido de su hermana. El cuñado (como el primo o el yerno) es el pariente inútil al que hay que hay que beneficiar gratuitamente o al que se debe conseguir un empleo (cómodo, por supuesto) al que nunca hubiera accedido por sus méritos (esto es algo muy español, promocionar a alguien no por sus cualidades, sino justamente por todo lo contrario).

El escritor Leopoldo Alas aludía a este sistema de favoritismo familiar como la "yernocracia" (esta palabra llegó a estar incluida efímeramente en el diccionario de la RAE). "Cuñadismo" se empleaba antaño con este mismo sentido y su uso tuvo cierto florecimiento en la España de la Transición y de los años 80. Por ejemplo, en las hemerotecas se pueden leer unas palabras del presidente Felipe González, quien en 1988 afirmó: "Nunca he hecho tráfico de influencias, ni he practicado ni practicaré el cuñadismo" (sinónimo aquí de "nepotismo", claro).

La condición de cuñado no tenía entonces esta connotación reciente de comportarse como un bocazas, y alguno de estos enchufados podía ser encantador. En la alta literatura tenemos el ejemplo del príncipe Oblonski, hermano de Ana Karénina (tan citada en esta sección). Oblonski era guapo, simpático, generoso, un calavera y un perfecto vago. Si ocupaba un puesto de privilegio en la administración moscovita se debía únicamente a las gestiones del señor Karenin, que por supuesto veía en su cuñado a un personaje lamentable.

Pero la rivalidad entre cuñados viene de mucho más lejos. En el libro bíblico del Deuteronomio ya se dice que si dos cuñados se pelean y a una de las mujeres se le ocurre intervenir y le estruja los testículos al hermano de su marido (que es la forma más efectiva, por lo visto, de que un cuñado se avenga a razones), la buena señora debe ser castigada con la amputación de la mano.

Ya ven ustedes que hay que tener mucho cuidado con el cuñadismo en cualquiera de sus acepciones.

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