ÓSCAR ESQUIVIAS. ESCRITOR
OPINIÓN

'Estiu 1993', niñas perdidas en el bosque

Óscar Esquivias.
Óscar Esquivias.
JORGE PARÍS
Óscar Esquivias.

Escribo estas líneas subyugado por la honda impresión que me ha causado Estiu 1993 (en castellano: Verano 1993), el bellísimo primer largometraje de Carla Simón, recién estrenado en los cines. Es una obra tan delicada que da un poco de reparo verla al lado de todas esas películas ramplonas, aparatosas y vociferantes que dominan las carteleras durante esta época del año (bueno, durante cualquier época del año).

Como anuncia su título, la acción transcurre durante el verano de 1993. Cuenta los altibajos del proceso de adaptación de una niña (Frida) a su reciente condición de huérfana y a la convivencia con su familia adoptiva.

Frida, de seis años, pasa de vivir en Barcelona con su madre (que debía de ser, por lo que se adivina, una mujer casi almodovariana, muy representativa de la juventud más desenfadada de la Transición) a residir con sus tíos y su prima de cuatro años en una masía situada en un lugar recóndito, en mitad de los bosques gerundenses, donde llevan una vida campesina (cultivan un huerto, crían gallinas y trabajan en el bar de las piscinas del pueblo cercano). Al parecer, la directora se ha inspirado en su propia experiencia personal, aunque no ha rodado una película estrictamente autobiográfica.

La obra tiene unos actores maravillosos que no parecen tales: nadie diría que están interpretando, que tienen personalidades diferentes de las que muestran en la pantalla. Viéndola, he tenido la sensación continua de ser partícipe de la cotidianidad de unas vidas ajenas, en cuyas acciones y palabras no hay truco, planificación ni ensayo. Todo se apoya en un inteligentísimo guion, a la vez detallista y lleno de elipsis, que selecciona con mucho cuidado los acontecimientos significativos para contar la historia desde un punto de vista infantil. En cierto modo, Frida es la heredera cinematográfica de los personajes huérfanos que aparecen en muchos cuentos tradicionales. En ella se da ese conflicto continuo entre cómo se espera que se comporte un niño y lo que realmente hace y siente. Las mentiras y travesuras de Frida son, a menudo, muy perturbadoras. A veces podría parecer una niña malvada, pero los espectadores sabemos que es una persona herida, doliente, que se siente desamparada (aunque esté rodeada de amor).

Justamente en la creación de este personaje y en sus valores arquetípicos reside el gran poder poético de la película. Estiu 1993, pese a este título tan delimitador, no es una crónica de un personaje y sus circunstancias emocionales particulares, ambientada en un momento histórico y un lugar determinados, sino que tiene un valor universal y atemporal. En esta obra aparecen algunos elementos poderosísimos propios de la literatura tradicional, un poco al estilo de lo que sucede en algunos cuentos y novelas de Gustavo Martín Garzo o de Pilar Adón.

Así, la enfermedad innombrable de los padres de Frida es el equivalente de la peste que vaciaba las ciudades y expulsaba a los huérfanos a los caminos. El bosque, como en tiempos del paganismo, es un lugar sagrado y misterioso, a veces un refugio y también un laberinto peligroso del que no se puede escapar. En él, Frida visita a escondidas un altarcillo dedicado a Santa Rita de Casia (una santa que fue madre). Esta imagen religiosa simboliza aquí el deseo de comunicación con los muertos, la necesidad íntima de recibir su amparo (aunque en realidad seamos los vivos los que cuidamos de los difuntos y procuramos su felicidad a través de ofrendas y de invocaciones mágicas aprendidas de labios de nuestros abuelos). Frida sabrá pronto que la muerte es algo vulgar e irremediable.

En Estiu 1993 todo lo que se muestra es importante. No hay nada que carezca de función en la historia, sea una gata doméstica, la incapacidad de llorar o las lágrimas que se escapan sin causa aparente. Es una película luminosa y una obra maestra del cine.

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