Ay, los museos. Ahora proliferan por todas partes y casi no hay pueblo que no tenga uno, cuanto más aparatoso, mejor. Los hay que están llenos de maravillas, los que parecen trasteros o los consagrados a los asuntos más variopintos (a menudo absurdos).
Están los museos severos y silenciosos, y los modernos, cuyo interior se asemeja a un salón recreativo, lleno de aparatitos, botones y luces (yo prefiero los primeros, los que me dejan a solas con mis pensamientos y no me tratan como si fuera el perro de Pavlov). He pasado muchas horas felices en sus salas y entiendo al filósofo Emilio Lledó cuando afirma que "de los museos sale uno mejor persona, con los ojos alegres".
Hace poco he conocido un sorprendente lugar donde sucede exactamente esto: el Museo del Bonsái «Luis Vallejo», situado en Alcobendas, donde lo conocen popularmente como «el jardín japonés». Fue fundado por el paisajista Luis Vallejo en 1995 y se trata, en efecto, de un maravilloso jardín en el que cada bonsái está expuesto con el mayor cuidado para realzar sus cualidades artísticas. Y es que estos arbolitos son esculturas vivas, continuamente modeladas, que heredan los discípulos de sus maestros, pues suelen ser más longevos que sus cuidadores.
Todo en este espacio transmite amor y belleza y uno cae sin sentir en un estado de contemplación. En medio del silencio, a veces canta un mirlo. ¿Será esto la felicidad? En el tokonoma (pequeño recinto destinado a mostrar los objetos más preciados de un hogar japonés) había un arce, con su copa de un rojo encendido. Cierro los ojos y sigue en mi memoria, esplendoroso, como visto en un sueño. Y solo con esto, ya me siento alegre y mejor persona.
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