MÀXIM HUERTA. PERIODISTA Y ESCRITOR
OPINIÓN

Hazte la cena

Màxim Huerta, colaborador del 20minutos.
Màxim Huerta, colaborador del 20minutos.
JORGE PARÍS
Màxim Huerta, colaborador del 20minutos.

Frente a mi tortilla francesa de dos huevos y mi tomate abierto con sal he jurado que así no puedo seguir. Que esto no es cena, ni comida, ni es ‘ná’. Mamandurrias culinarias de soltero en piso de soltero con vida de soltero: botella de vino blanco en la nevera, algunos tintos en la despensa, latas de atún, tomate cherry, queso fresco, huevos y botes de alcachofas y espárragos blancos. Así no.

Mi dedicación a la cocina ha ido en descenso con la proliferación de programas de televisión. Cuanto más emplatado veía, menos hacía. A más espumas, más latas. Si creaban salsas, yo bajaba al bar. Y no crean los programadores televisivos que era inquina, era bochorno. ¿Un niño cocinando mejor que un tipo de 46? Podría haber optado por sentarme frente a la tele y aprender, dirán. Pero ya me lo ofreció mi abuela en su momento y me quedé con sus charlas y no con su arte entre fogones. Prefería mirarla moverse, trajinar con soltura entre los pucheros y batir huevos con sonrisas antes que imitarla. Yo hice de esponja de conversaciones y las voy colando en mis novelas.

Pero a lo que iba, que cocinar se me da estupendamente mal. Maravillosamente ridículo ante la sartén. ¿Es posible que a alguien se le peguen los ‘vuelta y vuelta’? A mí. (Insertad icono de muñequito con la mano alzada). Ese soy yo. El que piensa hacer ensalada y no tiene lechuga. El que abre una lata de maíz y se le pasa. El que se pone en modo Arzak, mira una receta en internet y compra todo lo que no va a usar para una cena romántica y, válgame Dios, acaba en el restaurante del barrio.

En las entrevistas me gusta mentir. Es lo más entretenido. Siempre digo que me gusta hacer mis cosas y que me muevo bien con la paella. Lo que no saben es que me muevo alrededor, que puedo mirarla, aspirar el aroma y comérmela a dos manos. Pero, ¿hacerla? No. Una vez me invitaron a un programa y debía cocinar un arroz mientras me iban preguntando cosas. Nadie probó el arroz. Tenía buena pinta, eso sí. Pero sonreí para la foto y disimulé mi torpeza con simpatía.

Hice la receta con doble memoria, me la aprendí antes de que llegaran los cámaras y la periodista. La hice. Respondí. Y después bajé al japonés a por un poco de sushi y me senté frente a la tele.

Ahora, con tanto programa de televisión con cocineros, cocinillas y maestros de la batidora, me siento como un salmón corriente arriba. Sé que debo aprender. Sé que debería apuntarme a cursos. Sé que debería pedirle a mi madre que me diera clases. O apuntarme a masterchef. O ser becario en la cocina de algún bar del barrio.

Y lo peor, para acabar, es que una de mis películas favoritas es Ratatuille. El día que tenga un ratón en mi cabeza dirigiendo las maniobras me pillará con dos tomates cherry, un huevo peligroso, un trozo de jamón y vino blanco. Y con eso, ¿qué hago?

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