MÀXIM HUERTA. PERIODISTA
OPINIÓN

Satán vive en el gym

Màxim Huerta, colaborador del 20minutos.
Màxim Huerta, colaborador del 20minutos.
JORGE PARÍS
Màxim Huerta, colaborador del 20minutos.

"Dónde vas ahora?", pregunto antes de colgar el teléfono. "Al gimnasio", me responden. Y en ese momento en el que se oye el click, pi pi pi, me quedo mirando el cruasán de la mesa como si fuera una bomba de relojería.  Pi pi pi. La culpabilidad tiene cuernos, dulces, está cubierta de azúcar glas, es jugosa y muy apetitosa. La culpabilidad está sobre la mesa junto a un café con leche y dos sobres de azúcar. La tentación vive arriba decía Billy Wilder y el azúcar, digo yo, espera en mi plato.

Pienso en los días en los que iba al gimnasio y me subía a la bici estática en una carrera de 50 minutos, hacia elíptica dando zancadas y daba saltitos en el tatami fingiendo karate o boxing o yo que sé similar. Llevaba mi tarjetita a todos lados con las instrucciones y la tabla de ejercicios dibujada en iconos para que no hiciera falta ni saber leer: ahora toca pierna, mañana espalda y después brazos y pecho. (Los iconos siempre nos han salvado la vida, desde el románico). Yo seguía las normas y sufría en mi infierno. El resto de fauna del gimnasio se miraba con disimulo en los espejos con sonrisa de Gioconda y haciendo gestitos con los bíceps viendo su progresión, luego levantaban el culo y curvaban la espalda para verse al completo. ¡Oh! Y en ese mismo reflejo en el que la chica turgente y el chico prieto se veían dobles en sus maravillas, aparecía yo, sudando la gota gorda y con las gafas caídas hasta la punta de la nariz. Dante. El Bosco. La palestra.

Cambié de gimnasio. Y después, otro. Lo cerraron. Me matriculé en el más cercano. Luego cogí instructor. Después me harté. Lo mandé a freir puñetas. Y cuando me di cuenta tenía en el cajón de los cubiertos de la cocina más tarjetas de carné que el recepcionista de un hotel. El taco de fichas hablaba de mi progresión: ninguna. Mucho carné, poca endorfina.

Luego me dijeron que si pilates, que si el crossfit, que si zumba… ¡zumba! Y acabé en yoga. Pero tumbadito en el suelo, descalzo y relajado, bajo el yugo de la música zen, me dormí. Me dormí mucho. Al cuarto día salí con la esterilla en el hombro, peregrinando a paso ligero a un bar donde me dieran una caña con la que subir la tensión. Y pensé: ya tienes otro carné para la colección.

Los fieles al deporte siempre dicen que cuando le coges el gustillo es una maravilla y hablan como iluminados por la Virgen de Lourdes en su bendición deportiva. Seguro que tienen razón. Les creo. ¡Será por creer! Confieso que les hacía caso, que me apuntaba y me compraba el estilismo adecuado para ir al gym. Me juraba y perjuraba que "¡esta vez sí! ¡Podemos!". Pero no. Esta vez, tampoco.

En mi cabeza se activaba un click cada vez que entraba al infierno: "Max, podías estar haciendo esto, podías haber ido al cine, podías haber acabado el artículo, podías haber hecho la compra, podías haber quedado con tal, podías ordenar la estantería". Así, subido en la bici estática se me activaba una retahíla de posibilidades infinitas. Mientras el resto se miraba en el espejo como adonis y venus del sudor, yo andaba suspirando por nada. Y claro, aquí estoy. Frente al cruasán. Rezando.

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