JOSÉ MOISÉS MARTÍN CARRETERO. ECONOMISTA
OPINIÓN

La economía de los datos mentirosos

Economista. CEO en Red2Red Consultores.
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Vivimos en un mundo de datos. El crecimiento es exponencial: al parecer, más de la mitad de los datos de los que dispone la humanidad desde el inicio de los tiempos se han generado en los últimos diez meses. La mayoría de ellos son datos desestructurados, provenientes de operaciones con nuestros móviles, transacciones electrónicas, datos de navegación y geolocalización, que los nuevos profesionales de moda –los científicos de datos– procesan con el objetivo de ofrecernos los mejores resultados en la búsqueda de productos, localizaciones o en el procesamiento de nuestra voz. Las empresas los utilizan para definir mejor nuestros perfiles de consumidores, de usuarios, o para predecir cuál es nuestra probabilidad de no pagar el recibo de la luz. Nos encantan los datos. Pero los datos no lo son todo: a partir de ellos hay que construir información mínimamente inteligible, y del análisis y reflexión de esta información podemos –podemos– generar conocimiento. Dicen que la mitad de los datos que almacena la humanidad se ha generado en los últimos meses. La otra mitad desde el inicio de la historia. La mitad actual son, en su mayoría, números sin aparente sentido. La otra mitad recoge la Divina Comedia, las obras de Shakespeare o las partituras de Mozart. Manejar una inmensa cantidad de datos no nos hace más sabios.

A los economistas nos encantan los datos. Los utilizamos permanentemente, para explicar nuestro razonamiento, para ilustrarlo, o sencillamente para hacer propaganda. Y si además somos capaces de situarlos en una infografía atractiva, tenemos garantizada su difusión en las redes sociales, como si de una nueva verdad revelada se tratara. El problema es que muchas veces esos datos no son sino puntos de una línea mucho más compleja en la que las relaciones causales no siempre están claras. Mantener, por ejemplo, que solo un 33% de la población que trabaja en el sector privado sostiene al resto del país puede parecer un dato rotundo, contundente, que merece conocimiento público. Cuando miramos más despacio y vemos que no se cuenta a los trabajadores públicos, que al parecer no viven de su trabajo como médicos, soldados, policías, profesores, jueces o bomberos, el mensaje que ese dato está transmitiendo es que según esa presentación, los trabajadores públicos son unos subvencionados por los trabajadores privados y que al parecer no aportan nada de valor a la sociedad, como si la medicina, la seguridad pública, la defensa, la educación o la justicia fueran servicios prescindibles y que los trabajadores del sector privado deben evitar pagar por ellos.

Miramos todavía más despacio y vemos que entre el 66% de ‘subvencionados por los trabajadores privados’ están los niños, los jubilados y los dependientes, personas de las que por convención, dignidad o imposibilidad física o psíquica severa pensamos –en los países civilizados– que es mejor que no participen en el mercado laboral. Si pensamos un poco más en todo ello pronto descubriremos que ese dato que tan contundente nos parecía en un inicio no es sino una expresión propagandística. España tiene un problema con su tasa de actividad, sí: es anormalmente baja –de un 58% de la población en edad de trabajar, mientras que en Suecia se sitúa en el 75%– pero en ambos casos –y en el de la Unión Europea en su conjunto– la proporción de trabajadores públicos sobre el total es bastante equivalente (alrededor del 6,5% del total de empleados).

Además de vivir en un mundo de datos, vivimos en un mundo de medias verdades. Posverdad, hechos alternativos, bulos o sencillamente mentiras inundan a diario nuestros canales de comunicación. La economía no se libra de esta moda, es más, parece un campo abonado para ello, por la cantidad de cifras que se manejan y el uso a veces confuso y poco riguroso que hacemos los economistas de ellas.

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