Futuro recluso (sin cargos y pagando tique de admisión). Eres un prototipo –más o menos joven, más o menos alegre, más o menos (y como todos) manipulado por la industria del entretenimiento, más o menos harto del tedio vital y la desidia nacional, más o menos libre unos días al año–, por tanto esta carta va por necesidad dirigida a quienes, como tú, entran en el objetivo a conquistar de los organizadores de los más de cien festivales de música que se celebran en territorio español entre junio y septiembre.
Es relevante que abunden las ‘guías de supervivencia’ para salir entero de los eventos, muy dados a insolaciones, comatosis y otras consecuencias de las bravatas al uso, y que no haya, al contrario, ni un solo compendio sobre el nicho financiero del pop-rock de campo de concentración. Nadie sabe con certeza cuánto cuestan y cuánto recaudan en abonos y entradas el centenar de citas, subvencionadas o copatrocinadas por firmas comerciales de amplia gama –desde preservativos, tarjetas de crédito e inevitables drogas legales alcohólicas, hasta consejerías de Turismo, entidades financieras, hipermercados y medios de comunicación–. Los festivales se presentan como indiscutibles en su aparente necesidad y ya no son, salvo excepciones underground de las tribus psicodélicas de los hippies 3.0, peligrosos para el estatus: en las lonas del escenario y en la cartelería aparecen impresos, ahí los tienes, los logotipos de buena parte de los enemigos señalados por los jóvenes airados del 15-M.
Los festivales, anónimo asistente, están domados y no pasan de ser ritos colectivos de encuentro y tocamiento, postureo y letrina, turismo y traslado de ganado, guardería para aclimatar a la futura clientela y acrobacia de ruleta rusa. Quizá deberías preguntarte si no compensaría un concierto de grupo local en el pub del barrio, con los amigos como perfecta compañía y dando dinero a la base proletaria del negocio; si no estás siendo un recluso sin juicio ni cargos previos encerrado en una jaula donde importan más los vatios y decibelios que la música y su capacidad de liberación, vuelo y desprendimiento del ego. Quizá deberías, en fin, pedir a las cadenas de televisión que transmitan parte de los conciertos a cambio de unos dinerillos. Finalmente es eso lo que hacen los festivales, ¿no?: convertir el rock en un píxel abstracto, indoloro, cauto, escriturado, un vídeoclip con espectadores... Antes de ir, pregúntate: ¿será una experiencia o una dolencia?
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