Los políticos, las empresas, las universidades… No hay institución, grande o pequeña, pública o privada, que no anhele esa confianza que la crisis ha erosionado. Se trata de un bien extremadamente frágil: lograrla requiere tiempo –del que no disponemos– y se pierde con facilidad.
Hace poco he vivido en primera persona cómo una compañía puede pulverizar la confianza de un cliente en pocos segundos y sin darse cuenta. Contraté un seguro pero, tres días después, aún no podía acceder a mi zona de cliente. Llamé por teléfono, tomaron nota del problema y me dijeron que iban a averiguar qué sucedía. Hasta ahí todo bien.
En el momento de despedirnos, la telefonista me quiso vender otra póliza, porque ahora es tendencia aprovechar cualquier interacción con el cliente para venderle algo más. ¿Es esto una buena idea? Le contesté que, antes de contratar otro seguro, me gustaría empezar a disfrutar el primero. Me respondió que ella hacía su trabajo. Claro, eso es lo malo. Los objetivos de ventas exigen al empleado lograr el mayor volumen posible. Se incentiva el "qué" y no el "cómo". Se valora el trabajo del empleado por cuántas ventas haya hecho, no importa en qué forma.
Los métodos agresivos generan recelo, porque la confianza es una relación entre personas, es decir, algo cualitativo y no cuantitativo; difícil de medir, pero fácil de sentir. Hay dos formas de generar confianza, una es hacerse vulnerables: el viejo "si no queda satisfecho, le devolvemos su dinero". La otra es más barata. Se llama empatía. Consiste en ver al cliente al otro lado del mostrador o la línea telefónica como a una persona con un problema por resolver o una necesidad que cubrir. Y no como un euro andante.
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