IRENE LOZANO. ESCRITORA Y DIRECTORA DE THE THINKING CAMPUS
OPINIÓN

Dejen a los cuñados en paz

Periodista, escritora y política.
Periodista, escritora y política.
JORGE PARÍS
Periodista, escritora y política.

Me contaba ayer un joven amigo los suplicios que ha padecido todo el curso con un profesor al que, por fin, se ha quitado de encima. Que si daba unos apuntes pésimos, que si adoctrinaba más que enseñar… Su irritación iba creciendo, y cuando llegó al punto culminante, ese en que un solo calificativo redondea todo lo deplorable, sentenció: "¡Es un cuñado!".

Me supo mal. Se está cometiendo una grave injusticia con los cuñados, igual que ocurrió en su día con las suegras. Ahora la lacra ha cambiado de sexo. Pero hay mujeres que practican el cuñadismo igual que antes había hombres que se comportaban como una suegra.

En el fondo, ambas figuras son cosmovisiones. Cuando mi abuela hablaba de limpiar "lo que ve la suegra", se reía de la forma tan simple en que podía burlarse su limitada percepción. "Lo que ve el cuñado" viene a ser lo mismo. Al final, un cuñado no es más que un tipo que toma sus prejuicios por realidades. En una cena de Navidad te cuenta que el paro está bajando porque dos amigos suyos han conseguido trabajo y en el bautizo siguiente afirma que la bici es para el campo porque es evidente que las ciudades no están hechas para las bicis.

Siempre ha habido cuñados, porque nuestro conocimiento del mundo siempre ha sido limitado. Por eso Sócrates ya nos advertía del cuñado que todos llevamos dentro. Si un hombre confía en otro -cuenta el filósofo en el Fedón- y un tiempo después resulta ser un falso, se decepciona. Cuando esto le ocurre con varias personas acaba por odiar a la humanidad y se convierte en un misántropo. Pero lo único que ha hecho es sacar conclusiones generales a partir de una muestra tan reducida como su experiencia.

Odiamos a los cuñados tanto como nos pasan inadvertidos nuestros propios prejuicios, porque el territorio de nuestra mente es tan pantanoso que ni siquiera vemos que no vemos. Cuando alguien ocupa una cátedra o el sillón de una tertulia televisiva ha alcanzado ese nivel en que su trayectoria le ha ido confirmando su ceguera. Le atribuimos el conocimiento suficiente para contemplar distintas perspectivas, más allá de lo poco que alcanzan a ver sus ojos, y no incurrir en el cuñadismo, pero en realidad los años le han dado aplomo en su ofuscación. Si Sócrates estuviera en un tribunal de oposiciones preguntaría a los aspirantes si saben que no saben nada. Porque lo más difícil es ser independiente de uno mismo.

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