DAVID SÁNCHEZ DE CASTRO
OPINIÓN

Fernando Alonso no es el mejor de la historia de la Fórmula 1

Fernando Alonso, durante el GP de Abu Dhabi.
Fernando Alonso, durante el GP de Abu Dhabi.
EFE
Fernando Alonso, durante el GP de Abu Dhabi.

Por mucho que digan las encuestas (hago mías las palabras de Bernie Ecclestone: la democracia está sobrevalorada), Fernando Alonso no es el mejor piloto de la historia de la Fórmula 1. No es el que más títulos tiene, ni el que más victorias ha acumulado, ni el más joven o el más mayor en lograrlo, ni tampoco el que más poles ha sumado, ni vueltas rápidas, ni podios.

Ni es el más cercano a los fans (tampoco el más lejano, ni mucho menos). No es el más espectacular, ni el más elocuente a la hora de hablar con la prensa. ¿Su estilismo? Ni mucho menos llamativo.

No, Alonso no es el mejor.

Es mucho más.

Es el hombre que cambió una forma de entender el deporte. El único que puede presumir de haberse batido espada con espada con el mismísimo Michael Schumacher, a quien sometió primero en 2005 y al que hizo clavar la rodilla en 2006. Fue el que hizo levantarse del asiento a millones de españoles, y detrás de ellos a muchos millones más fuera de las fronteras de la piel de toro.

Se ganó tantos admiradores como enemigos, algo que sólo consiguen los que dejan huella. Tiñó la Fórmula 1 del azul de una marca de tabaco (cómo cambian los tiempos, ahora son casas de apuestas las que pagan por pegatinas en los coches y en las camisetas), que casualmente también lo era de su Asturias natal. Porque Alonso fue España, y el resto tierra conquistada.

Y cuando dejó en lo más alto Renault, decidió irse a McLaren. Porque era el paso más natural dado por nadie desde que Adán aceptó la manzana de Eva. Allí se encontró con su antagonista, con el reflejo en el espejo. Con un Lewis Hamilton que llegó acompañado de las hordas comandadas por ese mecánico venido a más llamado Ron Dennis, siempre superado por unos pilotos sobre los que trepó hasta convertirse en el rey de la montaña. Dennis, lengua de serpiente, que le susurraba a los Hamilton, padre e hijo, y por detrás intentaba pasar una mano sobre el lomo a Alonso mientras en la otra esgrimía el puñal. Tajos también recibió el propio Lewis, que huyó de aquella casa como quien deja atrás un incendio.

Se tuvo que ir Alonso, dejando atrás una McLaren que nunca le mereció, para volver a lamerse las heridas a Renault, siempre bajo el manto del fiel Flavio Briatore. El capo se inmoló, porque sólo están dispuestos a corromperse los que no pueden sacrificar más, para que brillara su segundo hijo deportivo en lo más alto de la noche de Singapur, a sabiendas de que el Alonso que volvió de Woking le lanzaba los besos a una italiana de bellas curvas y labios rojos que le miraba desde Maranello.

Allí Alonso se convirtió en leyenda, en la casa donde nació, vive y morirá la Fórmula 1. En Ferrari fue el caballero sobre el Cavallino y el propio Cavallino, suerte de centauro que, flechas en mano, se agotó hasta la extenuación. El hoy líder de las hordas italianas fue quien le dejó el amargo sabor de la derrota, tantas veces que se opacó su brillo mientras el barro le comía las botas. Vettel venció, pero nunca convenció.

Y cuando lo logró todo vestido con el manto rojo, decidió quemar los puentes a Italia y decidió seguir a su Beatriz hasta el último círculo del infierno. Allí le encomendaron una tarea titánica, de la que salió derrotado: resucitar a una McLaren que ni estuvo a la altura ni se ganó las lágrimas, que las hubo corriendo y fueron muchas, por la mejilla del primer gran ídolo del automovilismo de esta generación.

Se va Fernando Alonso del lugar donde tocó el cielo, pero lo deja cuando quiere. Porque el que se va sin que le echen, vuelve sin que le llamen. Sale por la puerta el hombre que una vez fue niño y que será rey, ya no del pequeño terreno que baña el sol en la Fórmula 1, sino del automovilismo. Una corona se le hace pequeña, y va a por tres.

La Fórmula 1 seguirá viva, y cambiará los retratos de los Alonso, Hamilton y Vettel como lo hizo con los Fangio, Clark o Schumacher. Pero pocos, muy pocos, podrán generar una pregunta, que en el fondo es la que da sentido a cualquier disciplina deportiva: ¿y si realmente fue el mejor de todos?

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